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Cristina Losada

Por qué decir “no, y punto” a la secesión

La marea nacionalista sube y baja, esto ha pasado siempre, y cuando sube, conviene resistir.

La marea nacionalista sube y baja, esto ha pasado siempre, y cuando sube, conviene resistir.

Se habla mucho de las democracias que han decidido permitir referéndums de secesión. Como todo el mundo sabe, se trata de Canadá y el Reino Unido. Son dos casos: excepción. Por contra, se habla mucho menos de la norma, esto es, de las democracias que no los permiten, y no se habla prácticamente nada de aquellas que sitúan fuera de la ley los planteamientos separatistas.

En la gran mayoría de las democracias que no autorizan que una región, provincia o estado federado decida sobre un asunto trascendental que compete al conjunto no hay movimientos secesionistas de alcance. Eso tiene, sin duda, una explicación multifactorial, pero no podemos descartar el efecto disuasorio de que allí no se admitan bromas con la soberanía nacional. Piénsese en Francia, sin ir más lejos.

Estos días se han dejado oír las voces de quienes proponen, desde posiciones contrarias al separatismo, una salida a la canadiense para el problema catalán. El núcleo consiste en autorizar la convocatoria de referéndums consultivos sobre la independencia inspirándose en la Ley de Claridad aprobada en Canadá hace más de una década. En tales tesis están, entre otros, José María Ruiz Soroa, Joseba Arregi y Francesc de Carreras, que volvía sobre ello en una entrevista que le hizo aquí Mariano Alonso.

La razón que les anima, simplificando, es que tenemos un problema, nos guste o no, y que una democracia y un sistema constitucional han de dar un cauce para resolverlo. Al tiempo, esperan grandes cosas si se abriera esa vía. Creen que así se arrancaría al nacionalismo del terreno del victimismo, la insatisfacción y el voluntarismo, y pronostican que el independentismo quedaría desactivado gracias, justamente, a la existencia de una puerta abierta (legal) para marcharse de España.

Con el debido respeto, que lo merecen y mucho los tres citados, me temo que sobreestiman el arraigo del independentismo (el problema) y subestiman los riesgos de mantener la puerta abierta (la solución). Por ceñirnos al caso catalán, que es el que provoca estos vértigos, el nacionalismo lleva ahí más de un siglo, cierto, pero el independentismo en serio, no como fantasía con la que soñar despierto, ha cobrado trazas hegemónicas hace aproximadamente un cuarto de hora. En ese cambio ha sido determinante el giro radical del partido mayoritario, CiU, y del gobierno autonómico, que han puesto todos los medios a su alcance, que no son pocos, para estimular un movimiento social acompañante.

Es razonable suponer que hay parte de presión ambiental en esa opinión pública que se decanta a favor de la independencia. Como lo es la conjetura de que la situación económica ha contribuido a canalizar, por ese cauce ("España nos roba"), el descontento: el independentismo de protesta. Claro que hay un problema, sí, ¿pero por qué dar por sentado que tal estado de cosas es inalterable o irá a peor a menos que se le dé alguna salida? ¿Por qué asumir que un "no y punto" sólo puede provocar más independentismo? Desde premisas similares se ha cedido ante el nacionalismo: con el fin de no alimentar el victimismo, en la esperanza de evitar que se radicalizara y extendiera. Los resultados de esa política hablan por sí mismos.

Los partidarios una salida a la canadiense son cautivos de una ilusión: la ilusión de que es posible encontrar una solución al problema del nacionalismo y el independentismo. Bueno, pues no la hay. Lamento que sea así, pero nuestra experiencia y la de otros, lo ratifica. La marea nacionalista sube y baja, esto ha pasado siempre, y cuando sube, conviene resistir.

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