Día tras día, el separatismo confirma que toda su estrategia, antes y después del golpe de octubre, consiste en hacer imposible la retirada. El resultado de sus actos, más allá de cuál sea su voluntad, es exactamente ése. No podrían volver atrás aunque quisiesen, porque se han cargado todo aquello que les beneficiaba enormemente sin necesidad de atacar de frente el orden constitucional y quebrar la ley. Han dejado reducidos a cenizas los vehículos políticos en los que el nacionalismo catalán se había movido con destreza y provecho desde la Transición. Eran los reyes del mambo y ahora no se van a poder acercar siquiera a la pista de baile.
Su buque insignia, el catalanismo pactista, lo han quemado. Con su quema, han perdido la capacidad claramente desproporcionada que tenían para influir en el Gobierno y los asuntos de España, al igual que para lograr ventajas o privilegios, vía acuerdos y apaños. Nada será como antes, ya no lo es, en ese importante campo de juego. Ninguno de los dos grandes partidos nacionales que tantas cosas pactaron con el nacionalismo catalán puede mantener aquel engrasado modus operandi con quienes han asestado un golpe tan brutal a la nación y a la democracia. Aunque nunca hubo lealtad constitucional por su parte, guardaban al menos las formas. Pero de octubre acá han hecho saltar por los aires la conllevancia tácita. Es imposible restaurar los mínimos de confianza. La opinión pública española no está para bromas de componendas con los que han mostrado grados inimaginables de deslealtad y doblez. El prestigio del que aún gozaba el nacionalismo catalán fuera de Cataluña se ha volatilizado.
Su buque nodriza, el catalanismo político, lo han quemado. El consenso que aseguraba la hegemonía del catalanismo en la escena política catalana se ha roto en pedazos. No existe ni puede existir en las condiciones de excepción que ha generado el golpe de septiembre-octubre, y que prolongan cada día unos desafíos separatistas crecientemente extravagantes. Hasta los socialistas, pata central del consenso catalanista, tienen que remar en sentido contrario a su vocación tripartita. No es posible recomponer aquel arreglo en virtud del cual el catalanismo político mandaba siempre, fuesen cuales fuesen las siglas de los ocupantes de la Generalitat, sin que tuviera competidores que cuestionasen su núcleo de esencias. La aparente y falsa homogeneidad de la sociedad catalana, fundada en la hegemonía de la religión catalanista y en la inexistencia como sujeto político de los no nacionalistas, se ha quebrado. El mito del sol poble se ha hundido. Last but not least, los buques de abastecimiento, que tan bien proveían a los partidos del régimen y a sus redes clientelares, están en dique seco.
El viaje a Ítaca suponía, paradójicamente, quemar las naves. No es que lo hayan hecho adrede, como hacían en las guerras antiguas o como hizo, según la leyenda, Hernán Cortés en México, para que las tropas no tuvieran la tentación de retirarse de la batalla, para obligarlas a luchar hasta el final, vencer o morir, en plan épico. No hay épica en esta quema de naves, sino centenares de "jugadas maestras" que han salido así de bien. Ahora, la tentación que habrá que resistir es la de facilitarles la salida a los que no quieren salir. No son sus demandas las que hay que escuchar, no es a ellos a los que hay que dar facilidades. Hay que escuchar y darles facilidades a los catalanes no nacionalistas que, por fin, han dicho basta. Las naves que el nacionalismo catalán, en su deriva separatista, ha quemado con sus propios actos y sus propias manos, bien quemadas están. Pártase de ahí.