Cuando los Gobiernos aplican medidas extraordinarias para prevenir la transmisión de una enfermedad, el problema con que suelen encontrarse está encapsulado en la paradoja de la prevención. Fue lo que ocurrió con la epidemia del SARS. Se tomaron medidas preventivas importantes, la epidemia no llegó a tener la intensidad que se temía y la consecuencia de ello fue que se discutió la necesidad de aquellas medidas, ya que el pronóstico que las había justificado no se cumplió. Ciertamente, aquel pronóstico falló, porque las medidas consiguieron el objetivo para el que se habían diseñado, pero esa cadena lógica no siempre se tiene en cuenta a la hora de juzgar resultados.
Se juzga más en función del pronóstico. Es así porque el pronóstico alarmante es aquello que causa mayor preocupación y miedo, y queda fijado en la memoria como el elemento activador de la experiencia. Pasada la experiencia, concluido el período de alarma, puede decirse, como se ha dicho en más de una ocasión –y no tan lejana–, algo como esto: se ha demostrado que la amenaza era mucho menos grave de lo que nos dijeron y que Gobiernos y organismos internacionales exageraron y se equivocaron, por lo que todas las medidas que nos obligaron a tomar, y que infligieron graves daños y tuvieron altos costes, eran claramente innecesarias. Y acto seguido la petición de responsabilidades.
La paradoja de la prevención abre, en realidad, otra paradoja, que la antecede. Porque es claro que si se quieren evitar la crítica, el rechazo y la desconfianza a posteriori, lo mejor sería no hacer pronósticos alarmantes. Pero parece obvio que sin un pronóstico alarmante difícilmente se aceptarán y cumplirán de forma masiva las medidas extraordinarias que van a posibilitar precisamente el incumplimiento de la profecía. Y es que, igual que hay profecías autocumplidas –predicciones que una vez realizadas provocan que se hagan realidad–, hay profecías autofrustadas: las que, una vez hechas, son causa de que no se cumplan. Estas últimas pueden resultar, además, muy frustrantes.
Nuestro caso no se sitúa en el terreno de la paradoja de la prevención, porque prevención no hubo. Por no haber, no hubo tan siquiera pronóstico alarmante, sino todo lo contrario. La discusión sobre este asunto sigue en pie. Pero a partir de ahora, al haberse domado la epidemia, volvemos al punto de partida, al punto en que la prevención es posible. No se previno la epidemia, pero se podrán prevenir los rebrotes y, sobre todo, el rebrote, en singular, con el regreso, un déjà vu, a una crisis como la de esta primavera. Todo lo cual actualiza las paradojas.
La muerte de más de veinte mil personas y las duras condiciones en que muchas fallecieron, las secuelas que arrastran parte de los contagiados, el colapso de los hospitales, el confinamiento de la mayoría de la población, el cierre de la actividad económica, componen la dolorosa experiencia que casi nadie pudo imaginar hace seis meses, cuando se empezó a hablar de un virus nuevo en China. Sin embargo, todo eso, por reciente que sea, ha pasado ya y ahora mismo es posible pensar que el temor a que se repita no es realista. Se pensará y habrá razones para fundamentarlo, pero no deja de ser un pronóstico, y el problema, el gran problema, es la influencia que ese pronóstico, en la medida en que se generalice, puede tener en los acontecimientos.
Ante ese problema se encuentran ahora todos los Gobiernos que tuvieron que imponer confinamientos severos. Los suecos, que acaban de reconocer que su estrategia laxa no ha sido la mejor, llevaban razón cuando decían que la dificultad del confinamiento es la salida. La salida y el propio resultado obtenido, que es la reversión de la epidemia. Porque uno de los pilares sobre el que descansará la prevención de rebrotes es la capacidad de la población para mantener las precauciones que se han demostrado eficaces. Y si una parte significativa adapta su comportamiento a la idea de que, una vez domada, la epidemia no rebrotará, ese pronóstico se va a incumplir.