El domingo amaneció en Galicia como en su costa atlántica, donde no hay manera de saber cómo acabará el día, y nadie se fía del pronóstico. El día electoral tiene un aire de falsa inocencia, como si todo el mundo fuera a votar lo mismo y lo mismo que decían las encuestas. Las elecciones se celebran para saber si los sondeos han conseguido escrutar las intenciones ocultas. Los barómetros le daban tan buen tiempo al Partido Popular que parecía difícil de creer. El candidato tuvo que insistir todos los días en que no había que darles crédito. Feijóo veía peligro en que se descontara que iba a ir sobrado de votos. No era imposible que parte de su base electoral renunciara al voto útil y optara por la abstención, la mortadela argentina, el payaso local o el chorizo de la tierra. Esto, en ejercicio del derecho inalienable al desencanto, que como no tiene fronteras se ejercitó, sobre todo, en el caladero socialista.
Ni el socialismo ni el nacionalismo ganaron nunca unas gallegas, pero una deserción significativa en el PP podía dejarle sin mayoría pluscuamperfecta. Ello hubiera abierto la puerta del Palacio de Rajoy (sede de la presidencia, camuflada como Pazo de Raxoi) a un cóctel de partidos agitado o revuelto, a saber, porque no estaría James Bond. Así definidas las alternativas, o la estable sensatez o la azarosa busca de la Arcadia sueva, a Feijóo se le pudo satirizar con aquello de "¡O nosotros o el caos!". En una portada de Hermano Lobo, de 1975, el público pedía entusiasmado el caos y el miembro de la ya entonces denostada clase política se avenía: "Es igual, también somos nosotros". Era de cuando aún no habíamos ido a ninguna parte, y ya estábamos de vuelta. Pero habrá que convenir que un gobierno entre dos enemigos jurados –el BNG y el ex BNG– y un adversario era lo más parecido al caos que podíamos componer en Galicia.
Las gallegas adquirieron rango de ensayo general a la vista de que las vascas no eran confrontación entre PP y PSOE. El mundo estaba en vilo por si los gallegos le daban a Rajoy una patada en el culo de Feijóo, como anhelaban los socialistas. Los de Rubalcaba acertaron en la idea, pero erraron en el casting, y han recibido un puntapié colosal en el culo de Pachi Vázquez. Ni siquiera pueden consolarse con la zurra que llevaron sus exsocios, que a su lado casi es pellizco de monja. La sorpresa que encerraba el huevo electoral era el bocado que les ha metido al Bloque y al PSdG el retorno de Beiras en comandita con Izquierda Unida. Una Syriza gallega, decían, pero en lugar de un joven líder, un viejo y tronado caudillo. El desnorte de la izquierda.
Las urnas cuentan que no había morriña ninguna de la zarabanda que montó el bipartito hace pocos años. El voto siempre es conservador, en el sentido de que cambia poco y despacio, y aquí lo ha sido en el sentido de preservar de daños una situación frágil. Aunque pesaban contra Feijóo promesas incumplidas sobre política lingüística, tenía a su favor que saneó gradualmente las cuentas, no añadió problemas a los existentes y mantuvo un tono sobrio y civilizado. Pasó la reválida.