La crisis nos está haciendo europeos a la fuerza, aunque tal vez, si todo sale mal, también nos aboque a dejar de serlo. No culturalmente, desde luego, que eso lo seremos siempre, nos guste o no, sino institucional, económica y monetariamente europeos. Vivir, como se vive hoy, con los ojos puestos en Bruselas y en Berlín, en París y en Roma, representa una diferencia sustancial respecto a lo que sucedía antes, cuando Europa, por decirlo con un punto de exageración, no interesaba a nadie. Entonces, el destino de cada país y de todos en conjunto, no dependía como ahora de las decisiones de cumbres y consejos. A fin de cuentas, las disputas tenían que ver con asuntos como la cuota láctea, el cupo de merluza, el olivo o los aranceles. Nada especialmente apasionante. Y eso era lo bueno de aquella Europa, que nació de algo tan prosaico como una comunidad del carbón y el acero. No suscitaba emociones fuertes, tampoco se balanceaba al borde del abismo.
Mi aprecio retrospectivo por aquellos tiempos, tan mortalmente aburridos, aumenta cuando escucho que se pide y reclama liderazgo. Antes, los dirigentes nacionales que se sentaban en las cumbres iban y venían como los concursantes de Gran Hermano: sin que el programa se alterase de manera apreciable. Pero hoy la supervivencia del entramado europeo depende de ellos como nunca y se sospecha que no están a la altura. Como en tantas épocas de zozobra, surge el clamor por ese líder, por ese liderazgo, que dé un puñetazo en la mesa y ponga orden en la confusión y certeza en la incertidumbre. Se mira hacia Alemania: ¡que lidere ella! Alemania, cuando oye eso, piensa que se quiere su dinero. Pero Berlín ya manda. De forma inteligente, lo hace con discreción, sin alardes ni pavoneos, y aún así ha despertado antipatía, por decirlo suavemente. En cuanto a Francia, es decir, Hollande, sólo es el líder deseado en la mitología de usar y tirar que fabrica cierta izquierda.
Bien mirado, es mejor de esta manera. Los grandes líderes carismáticos, los caudillos visionarios, tienen mucho peligro. En la historia de Europa hay constancia. También es un fenómeno típicamente europeo que todos los estados se levanten contra aquel de entre ellos que pretenda la supremacía. Pero los graves problemas que afronta Europa no obedecen a una falta de líderes y de auctoritas. Es más simple: las decisiones adoptadas no dan el resultado apetecido. No funcionan, luego son erróneas. A un líder carismático se le perdonan los errores. Los nuestros lo tendrán más difícil.