Visto el resultado de sus decisiones individuales de voto, los españoles prefieren un Gobierno formado en exclusiva por el partido más votado antes que cualquier posible Gobierno de coalición. Lo dice una encuesta del CIS, a la que podríamos suponer parcialidad. Pero yo me lo creo. Una de las características de los últimos años políticos es la distancia sideral o contradicción superlativa entre los actos del electorado y sus deseos.
Después de romper otra vez el mapa político en pedazos, y en más pedazos que la vez anterior, el electorado no desea que gobierne una combinación de algunos de esos fragmentos, sino el PSOE en solitario. Lo quiere un 44,1 por ciento, según el CIS de Tezanos. Esto es, bastante más peña de la que votó a ese partido en las generales. Dan ganas de decirles: pues votadle más en las próximas. No lo haré yo porque no tengo nostalgia del bipartidismo. Ni del imperfecto que hubo ni del perfecto si lo hubiera habido. Basta recordar las cosas que se hacían con mayorías absolutas para que se quiten las ganas de recomendarlas.
No es que la mayoría relativa o la actual fragmentación garanticen un comportamiento menos abrasivo. Pero lo otro es prácticamente garantía de lo contrario. Hoy se recuerda poco lo que fueron las mayorías absolutas de Felipe González y todo lo que se hizo entonces para hacer del Estado un aparato del partido –el principal– y triturar los contrapesos y equilibrios, incluido el más delicado, la separación de poderes y el más necesario, la independencia judicial. Si acaso, hay memoria de la corrupción. Pero qué corrupción mayor que poner el Estado al servicio de un partido.
Quien leyera hace seis días la pieza del periodista Carlos Elordi, veterano imbuido del espíritu bulldozer de aquella época, alertando de que "el peligro se llama Manuel Marchena", habrá recordado cómo se hacían las cosas entonces. Casi se podía tocar el enojo ante una situación en la que hay que soportar que un Marchena juzgue y sentencie a los cabecillas del 1-O siguiendo su criterio; que lo haga al margen de intereses políticos que están por encima de la mandanga de la ley; y que lo haga en contra, naturalmente, de la sagrada voluntad popular, expresada en las urnas.
Una muestra: "Pero la opinión de los representantes de la ciudadanía no cuenta en este asunto. Ahí quien manda es Manuel Marchena, el presidente de la sala que los está juzgando. El hombre que esta semana se ha permitido doblar el pulso a la presidencia del Congreso y el que, dentro de poco, con su sentencia, puede decidir el devenir político del país". Manda Marchena, a quien nadie ha elegido, y no Rufián, representante de la ciudadanía. En la época dorada, ese problema se habría resuelto.
Lejana y olvidada la época, visible una tendencia a hacer de González y Guerra héroes nacionales por cierto españolismo natural y folclórico que no tuvieron sus sucesores, es preciso contrarrestar cualquier ataque de nostalgia de aquel bipartidismo con una idea firme y básica: de aquellos polvos, estos lodos. Porque responde a la realidad. Y: siempre pactaron con los nacionalistas. No sólo: los mimaron.
Hoy podía uno leer a Paco Vázquez, el exalcalde de La Coruña, contando que hace veinte años Alfonso Guerra ya advertía que mucho cuidado con los nacionalistas y ojo a lo que pasaba en Yugoslavia. Y que él, Paco Vázquez, piensa que nos encontramos en una situación de "balcanización constitucional". Y que es tremendo que casi un 41 por ciento de los españoles viva en autonomías donde el idioma español está preterido. Pero cuando uno le lee estas cosas a Paco Vázquez y ve que no acaba de leerle "fuimos nosotros y el PP", aparta rápidamente cualquier tentación nostálgica. Hasta los buenos de entonces no son suficientemente buenos.