
En estos tiempos desmemoriados hay que hacer memoria del pasado más reciente. Es el que más se olvida. Sin hacer memoria, no es posible entender las andanadas contra la Monarquía a raíz de la salida de España de Juan Carlos I, que estos días configuran, si no un cuadro de hechos relevantes, al menos un reguero de noticias. Y hay que recordar que ciertos sectores del nacionalismo disgregador, del que pasaba por moderado, se recrearon durante una época en la idea de combinar su proyecto separatista con una fórmula de vinculación con España. Sus naciones serían soberanas e independientes, sí, pero, en razón de los lazos históricos, mantendrían relaciones especiales con España a través de la Corona. Algo así como la Commonwealth británica.
La relativa cordialidad que entonces se preciaban de tener CiU y el PNV con la institución o con la persona del rey parecía destinada a preservar aquella posibilidad. Posibilidad que suponían más viable que una ruptura que cortase de un tajo el cordón umbilical. Sabían, al contrario que tantos hoy, que no podrían conseguir su objetivo por las bravas y que sería necesario algún tipo de consentimiento y acuerdo. La ‘promesa’ de conservar una conexión, que naturalmente tenía que ser muy por arriba, como un hilo directo con la Monarquía española, servía a la vez de edulcorante y de señuelo. La actitud de los dos partidos nacionalistas mayoritarios en Cataluña y el País Vasco fue, en consecuencia, la de esquivar los pronunciamientos sobre la Monarquía parlamentaria, que la izquierda radical, en cambio, ha hecho siempre que ha tenido ocasión y siempre en contra.
Hay que recordar, en estos tiempos desmemoriados, que los nacionalistas llamados moderados dieron señales de que ya no estaban en términos tan cordiales con la Monarquía cuando se aprobó la ley orgánica de abdicación de Juan Carlos I. Se esperaba que PNV y CiU votaran a favor, pero se abstuvieron. Los peneuvistas alegaron que Felipe VI era, para ellos, "una incógnita" y le apremiaron a dejar claro "qué modelo de Estado imagina". Los convergentes, con Durán i Lleida oficiando, midieron más su retórica y pidieron al nuevo rey que fuera "sensible a las demandas de la sociedad catalana". El escenario había cambiado. Lo había cambiado CiU, al dirigirse de forma desbocada hacia el precipicio del referéndum ilegal.
La incógnita Felipe VI quedó despejada el 3 de octubre de 2017, con su discurso solemne frente al golpe del separatismo catalán. Desde ese instante, todos los separatistas, y tanto los cuerdos como los locos, se declararon enemigos mortales del Rey, la Corona y la Monarquía parlamentaria. La razón última de este fuego graneado contra la institución monárquica es el 3 de octubre. A partir de aquel 3 de octubre, los que habían sido cordiales se sumaron a los que siempre fueron radicales. Prácticamente todo aquel que tiene alguna relación con el separatismo catalán –y su chequera– se ha transmutado en furibundo antimonárquico. Pero serían monárquicos entusiastas si Felipe VI dijera que el sueño de su vida es presidir una vez al año la reunión de la Commomwealth hispánica de las naciones nacionalistas. El auténtico objeto de su fobia no es la Monarquía, ni la Corona, ni Juan Carlos, ni sus escándalos ni su marcha. Es España.