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Nadie se fía del Gobierno alegre

La emotividad no es un elemento inocente: sirve para encubrir información. Aunque, al final, en un asunto grave como éste, acaba destruyendo la credibilidad de quien la utiliza.

La emotividad no es un elemento inocente: sirve para encubrir información. Aunque, al final, en un asunto grave como éste, acaba destruyendo la credibilidad de quien la utiliza.
Transeúntes caminan por Sanxenxo, Pontevedra, Galicia. | Beatriz Ciscar / Europa Press

La libertad de mascarillas, libertad parcial, sólo al aire libre, fue una decisión que el Gobierno consideró de suficiente calado e impacto favorable como para que la anunciara el presidente en persona. Lo hizo con el lenguaje infantiloide, siempre emotivo, nunca racional, pasado de cursi, que ha sido marca de la casa durante la pandemia. En esta larga y penosa crisis, los máximos responsables políticos del país rehusaron hablar a los ciudadanos como a adultos capaces de evaluar por sí mismos la situación y tomar decisiones responsables. Rehusaron informar debidamente, como rehusaron admitir errores y reconocer el grado de incerteza de las medidas que iban adoptando. En su lugar, se abonaron a las palabras grandilocuentes y huecas, y transmitieron - o quisieron transmitir - cuál era el estado de ánimo que debían tener los ciudadanos.

Tal cual fue el anuncio del fin de la obligatoriedad de las mascarillas de Sánchez. "Nuestras calles, nuestros rostros recuperarán en los próximos días su aspecto normal", dijo como si todos nos hubiéramos cambiado la cara en este período. "La alegría de vivir de la sociedad española y catalana (eligió Barcelona para el anuncio feliz) es la alegría de sus representantes en las instituciones, empezando por el Gobierno". Y la alegría de la huerta fue la ministra de Sanidad cuando dijo tras la aprobación de la medida: "Va a significar que las mascarillas dejan paso de nuevo a las sonrisas". ¿No hay manera de que hablen normal? Parecen divulgadores de alguna especie de coaching, en vez de miembros de un Gobierno.

El resultado de estas llamadas a la alegría, alegría y a la sonrisa obligatoria se ve en las urbes: muchos siguen llevando la mascarilla puesta. Esta conducta se ha criticado. Se dice que nos hemos acostumbrado a obedecer las normas impuestas y ahora que nos dan libertad, ya no sabemos ni queremos usarla. Para mí, en cambio, es puro sentido práctico: en las ciudades es más práctico llevarla puesta que quitarla y ponerla a cada momento. Pero el hecho de que muchos desobedezcan esta alegre y sonriente norma gubernamental es también signo de desconfianza. Quién va a fiarse de lo que diga el Gobierno, después de tantas y tan sonadas equivocaciones.

La medida de la desconfianza en la gestión, por así llamarla, que ha hecho el Gobierno central de la pandemia - las autonomías hay que verlas una a una - la han dado, recientemente, dos reacciones espontáneas mayoritarias. Una es ésta de seguir con las mascarillas en las zonas urbanas, pese a la libertad graciosamente concedida. Otra fue la elección de la segunda dosis de AstraZeneca, en contra de la recomendación gubernamental, casi imposición, de elegir una vacuna diferente. La doble desobediencia no es el resultado de los caprichos del público ni de la falta de conocimientos. Es el resultado de que el Gobierno decidiera encarar la pandemia no con información, sino con emotividad. La emotividad no es un elemento inocente: sirve para encubrir información. Aunque, al final, en un asunto grave como éste, acaba destruyendo la credibilidad de quien la utiliza. La epidemia no era una campaña electoral, pero hay quienes se empeñaron en conducirse como si lo fuera. Ahora, lógicamente, nadie se fía.

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