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Cristina Losada

Mejor fractura que dictadura

Es bonito, sí, hablar de reconciliación. Sin embargo, el precio no puede ser el sometimiento de la Cataluña no nacionalista a la ley del silencio.

Es bonito, sí, hablar de reconciliación. Sin embargo, el precio no puede ser el sometimiento de la Cataluña no nacionalista a la ley del silencio.

Es desagradable vivir en una sociedad fracturada. Dividida en bandos irreconciliables. Sectarizada. Una sociedad donde el vecino te mira con odio porque no eres de los suyos, sino de los otros. Donde amistades de siempre se rompen por la diferencia política. Donde en las conversaciones hay que evitar la política para no acabar mal. Donde la querella política lo invade todo y no hay ningún compartimento vital que quede sin contaminar. Es verdad. Una sociedad donde la división política cristaliza en facciones cerradas que se guardan hostil enemistad y aversión infinita es muy mala de vivir. Pero peor, mucho peor, es vivir en una dictadura.

Esto va por Cataluña. Va por la preocupación, que muchos sienten, por la fractura social que ha provocado el proceso separatista. Han ido tan lejos los separatistas, han tensado la cuerda tanto, han hostigado tanto a los adversarios, se han sectarizado de tal manera, que han provocado una polarización sin precedentes. Pero no hay que olvidar dos cosas. Una, que esa polarización está íntimamente vinculada a la decisión separatista de saltarse la ley. Dos, que la fractura ya existía. Estaba latente y ahora se ha manifestado. Pero existía. Existía por obra de un nacionalismo cuya ideología misma lleva el germen de la fractura.

El nacionalismo divide profundamente. La divisoria entre nacionalistas y no nacionalistas no es para el nacionalismo una divisoria política, sino ontológica. Es el ser mismo el que está en juego. Y el ser catalán precede obligatoriamente a la opción política. El nacionalismo no considerará legítima ninguna opción que no parta de la premisa de ese ser. Frente a la idea de la ciudadanía, que no entraña condiciones políticas ni ideológicas, establece como premisa de la legitimidad política lo esencial de su propia ideología: su ser catalán, un ser que equivale a ser nacionalista o, por lo menos, a parecerlo.

El margen de libertad política que dio el nacionalismo catalán desde el poder estaba en la posibilidad de guardar las apariencias. En la práctica, viene a ser lo mismo que callar. Uno podía no ser nacionalista en Cataluña, pero cuidado con exhibirlo. Podías no ser nacionalista, pero tenías que mostrar respeto reverencial por los mitos de la tribu. Podías no creer en ellos y hasta aborrecerlos, pero siempre que tu discrepancia quedara recluida en la vida privada. Y si no, tenías que atenerte a las consecuencias. Desagradables. Una parte de Cataluña permaneció, así, dentro de la espiral de silencio. Dentro, incluso, de una apatía política muy conveniente para los que se consideran los únicos con verdadero derecho a gobernar la región.

El silencio de la Cataluña no nacionalista mantuvo las apariencias y encubrió la fractura. Pero a un precio altísimo. Al precio del silencio, del dejar hacer, de la aceptación de la hegemonía nacionalista. Es un precio que no se puede seguir pagando. Es bonito, sí, hablar de reconciliación. Sin embargo, el precio de la reconciliación no puede ser el regreso al statu quo anterior. No puede ser el sometimiento de la Cataluña no nacionalista a la ley del silencio. La preocupación por la fractura social está justificada, pero es más preocupante que una parte de la sociedad se vea forzada a la invisibilidad en la vida pública. Antes que ahormarse a un molde político que consagra el predominio de una facción y la subordinación de otra, es mejor vivir en una sociedad fracturada.

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