Leí, ya no recuerdo donde, que la rapidez con que David Cameron tomaba decisiones era causa de inquietud en su círculo de asesores. Ahora quizá sea el propio Cameron el que esté inquieto por las consecuencias de una decisión suya. Y es que el referéndum que ha convocado sobre la pertenencia del Reino Unido a la UE no sólo puede conducir a una complicada y perjudicial salida británica del mercado común europeo. También puede significar el fin de su propia carrera política. Sin duda, ese no sería el efecto más perjudicial de que perdiera la consulta de junio, pero es una indicación más de que no tuvo en cuenta algo que un conservador debería conocer: la advertencia sobre las consecuencias imprevistas.
A estas alturas, al muy conservador Cameron lo han de venerar, además de los independentistas catalanes, todos los que son partidarios de celebrar prácticamente un referéndum cada día. Esto es, todos aquellos que propugnan la "democracia directa" frente, porque la ponen enfrente, a la democracia representativa; y abogan por el referéndum no como un procedimiento para refrendar o rechazar decisiones previamente negociadas entre los representantes políticos, sino como un procedimiento para gobernar. Uno que suele presentarse con la vitola democrática de "darle la palabra al pueblo" para generar una falsa oposición con la democracia que reputan secuestrada por los políticos.
Seguro que Cameron no figura entre los que desprecian la democracia representativa, pero ha echado mano del recurso al referéndum para quitar de en medio asuntos complejos. En lugar de sentarse a negociar con los nacionalistas escoceses sobre la ampliación de la autonomía, a fin de ahorrarse un largo y difícil proceso que le hubiera costado parte de su capital político, optó por reducirlo al binario Sí y No. Aquello salió por los pelos, porque el descontento de todo tipo se aglutinó alrededor de la opción independentista. Pero el resultado, como era predecible, tampoco cerró el contencioso. Los nacionalistas escoceses no renuncian a volver a plantear un referéndum. Es más, lo reclamarán si la consulta sobre la pertenencia a la UE sale favorable a irse.
Cuando se usa como atajo, el referéndum tiende a abrir una dinámica de "neverendum". Lejos de resolver de un plumazo el problema o el conflicto, aboca a ir de un referéndum a otro. Con un límite, sí, en el caso de los separatistas, pues querrán un neverendum hasta que dé el resultado que desean y ninguna consulta más después. Pero aún hay otro rasgo negativo de esa dinámica referendaria: permite que se utilice el referéndum como herramienta de presión. Esa es exactamente la idea de los euroescépticos del partido de Cameron: votemos no a la UE, consigamos entonces más cesiones y volvamos a votar. El cuento de nunca acabar, y el cuento de que votar por la ruptura, en realidad, no conduce a una ruptura, sino a una mejor posición para negociar. Un espejismo similar al que ha alimentado el voto independentista en Cataluña.
Cameron ligó su reelección a la convocatoria del referéndum sobre la UE para contentar a una base electoral euroescéptica y lidiar a los euroescépticos de su partido. Ahora, sus euroescépticos ya hacen campaña por romper con la Unión y alguno, como el alcalde de Londres, la hace también para sucederle en el liderazgo. Así, exagerando un tanto, el destino de la UE y del Reino Unido ha venido a depender de la pelea entre David Cameron y Boris Johnson, que se conocieron en Eton y rivalizan desde entonces. Y pelea no es metáfora. Hace poco, los dos acabaron luchando en el suelo de Downing Street por unos papeles. Los dos dicen que ganaron. Pero el referéndum de junio sólo lo puede perder Cameron. Un genio.