Asediado por el escándalo, Juan Carlos I se ha ido de España a fin de no ser una carga para la institución y para Felipe VI. El resultado es que su marcha parece una huida. Cierto que, al hilo de la carta del emérito, se anunció que está a disposición de los fiscales que investigan su caso. Pero los actos pesan más. Y el acto en cuestión se equipara fácilmente a una escapada. No es sólo que tal facilidad la haya aprovechado de inmediato la parte podemita del Gobierno para gritar: ¡ha huido! Es que se ha facilitado que lo interpreten de ese modo muchos españoles. Cuando se está bajo el chaparrón del escándalo, uno no se va. Se queda y aguanta.
No es posible que se haya pensado en serio que la mudanza del rey emérito a otro país sirve para poner distancia entre la institución y el escándalo. Da igual dónde esté. Cualesquiera noticias escandalosas que continúen enredando el ya liado asunto van a llegar y se van a seguir publicando. El efecto aislante de la distancia tendría alguna entidad en otras épocas, más pausadas, si las hubo. Ahora no hay distancia capaz de mitigar el goteo incordiante. Y una toma de distancia que implica cruzar las fronteras nacionales es alimento para el escándalo e incluso un escándalo por sí misma. No habría soluciones buenas –nunca las hay–, pero irse de España es seguramente la peor.
Empezó este movimiento con el rumor de que se consideraba –¿dónde?– que el Emérito no podía seguir en la Zarzuela, y acaba no con una salida del palacio, sino con una salida del país. Si fue decisión del propio Juan Carlos, mala decisión. Si lo decidieron su hijo y la Casa Real, actuaron mal aconsejados. Si fue el Gobierno el que inclinó la balanza, ¿cuál es el objetivo? Descartado que la distancia sirva de aislante, nos queda la moral de la penitencia. Moralina para el consumo de masas: a un rey que se porta mal lo mandamos fuera de España. Pero públicamente se ha hecho recaer la elección del castigo en el castigado. Y en su hijo. Juan Carlos I y Felipe VI son los que aparecen como autores de esta infeliz idea de que el primero salga del país y se le pueda tener, más que por castigado, por fugitivo.
La marcha del rey emérito invita a evocar episodios de salidas más traumáticas y a inscribirla en la estela de acontecimientos rupturistas. Podemos y el separatismo, siempre en unidad de acción, ya están haciendo palanca para el derribo. No están solos. Hay en la política española, desde hace algo más de un lustro, una cantidad notable de partidarios de la tabla rasa. Creen, con la seguridad de la inexperiencia, que nada de lo que existe es valioso por el hecho de existir. Desdeñan la tradición y ven el marco institucional como un diseño abstracto en el que se puede cambiar una cosa por otra –la monarquía parlamentaria por una república, por ejemplo– sin que pase nada. Con esta salida con trazas de fuga, rupturistas y adanistas van a hacer, ya están haciendo, su agosto.