Los portavoces del Gobierno tienen que aclarar una y otra vez estos días que el confinamiento no se ha levantado. Y es verdad. Pero se están viendo obligados a hacerlo a causa de la confusión que sembraron. Los malentendidos son una consecuencia imprevista –hay que suponer que indeseada– de su previa decisión de endurecer el confinamiento durante dos semanas. Porque, después de esa ración extra que publicitaron como el santo remedio, el regreso a la actividad en unos pocos sectores tiene toda la apariencia de una relajación excesiva e, incluso, de un levantamiento del mal llamado ‘cierre total’. Mal llamado: el cierre o el confinamiento nunca han sido ni pueden ser totales por la cantidad de servicios que han de seguir funcionando.
La vuelta de tuerca al confinamiento decidida por el presidente Sánchez durante catorce días ha hecho que muchos ciudadanos tengan ahora la percepción de que cualquier mínima reactivación y cualquier vuelta al trabajo son tremendamente peligrosas y pueden provocar una oleada aún más gigantesca de contagios y muertes. La lección que Sánchez debe extraer de este episodio es que, una vez tomadas las más drásticas medidas de confinamiento, su reducción repentina se percibirá como una irresponsabilidad y un riesgo enorme que el Gobierno hace asumir a la población. Si escalas, ya no puedes desescalar a menos que el impacto de la epidemia se haya reducido sustancialmente.
El impacto, sin embargo, sigue siendo descomunal en cifras absolutas. Cuando las muertes por coronavirus se cuentan a diario por centenares, sean setecientas, sean quinientas, no hay forma de camuflarlas bajo la hipnótica abstracción de aplanar la curva. Tampoco, por más que se intente, es posible ocultarlas o ablandarlas con el suavizante de los aplausos en los balcones, las anécdotas animosas y las series de entretenimiento sobre la cuarentena. Los datos, a pesar de todo, están ahí y nada mitiga su efecto sobrecogedor. En estas condiciones, es lógico que el paso de un confinamiento severísimo a uno severo haya causado en muchos angustia y preocupación.
Ya teníamos uno de los confinamientos más estrictos de Europa, si no el que más. De hecho, la relativa disminución en casos y fallecimientos, aun sujeta a altibajos, que se ha podido apreciar será un resultado del primer estado de alarma, dado el desfase de dos semanas, como mínimo, entre las medidas y sus efectos. Y la razón por la que teníamos uno de los confinamientos más estrictos parece clara: el fallo de prevención. La incapacidad para anticiparse a la extensión del coronavirus. Cuando ya es tarde, no queda otra que tomar medidas extremas. Pero ¿era necesario extremarlas aún más? Muchos dirán que sí. En una emergencia como ésta, las medidas más draconianas dan seguridad, pese a que no se disponga de pruebas sobre su eficacia. Si uno acude a los datos de movilidad, esa eficacia es muy discutible: el grueso de su reducción se logró con el primer decreto. Pero se verá. Lo que se vio, en cualquier caso, fue la presión en pro del endurecimiento que ejercieron Podemos y el separatismo catalán. La sospecha es que esas presiones fueron el factor determinante.
Mucho se habla de la desescalada. Pero antes hay que hablar de la escalada. De su eficacia. De sus efectos secundarios, imprevistos e indeseados. La estrategia frente a la epidemia no puede consistir sólo en la escalada o desescalada del confinamiento. Tendrá que refinarse y volverse más selectiva. No queda margen de error.