El rechazo de la Iglesia de Inglaterra a la ordenación de mujeres como obispas ha cursado, en general, como un "varapalo" a la mujer. Así lo ven quienes dentro de la iglesia anglicana eran partidarios de aprobarla. Para ellos, se trataba de llevar al seno de su iglesia la igualdad de sexos, y de forma plena, puesto que en 1992 se aprobó el acceso de las mujeres al sacerdocio y ahora éstas constituyen una parte importante del clero. Si ya podían ser sacerdotes, lo coherente, se diría, es que también pudieran ser obispas. Los contrarios consideraban, en cambio, que aquella decisión había sido un error y que no convenía apilar un error sobre otro. El debate sobre este asunto se ha desarrollado allí durante años con argumentos sociales, políticos y teológicos. Yo no dudo de su profundidad, pero, a riesgo de simplificar, diré que los anglicanos secularizan el sacerdocio: lo sitúan en el mismo rango que cualquier otra profesión, por lo que también, cómo no, ésta ha de abrir sus puertas a la mujer. Igual que lo han hecho las restantes. Luego vendrán las cuotas.
El caso de las obispas se enmarca en otro debate, quizá menos llamativo, pero que ocupa a las iglesias desde que se hizo patente el desafío que les planteaba la secularización, que semejaba un ingrediente intrínseco de la modernidad. ¿Debían mantenerse aferradas a la tradición o tenían que adaptarse al espíritu moderno, incluso por razones de supervivencia? Y si era un "renovarse o morir", ¿cuáles eran los límites, si había alguno, a la hora de despojar a las iglesias de sus contenidos y símbolos tradicionales? Para los que suelen etiquetarse como renovadores o progresistas, la pérdida de sintonía con las formas de pensar y vivir dominantes sólo podía conducir a un mayor alejamiento de la sociedad respecto de la iglesia. Era el temor que expresaba el arzobispo de Canterbury saliente, Rowan Williams, al lamentar la negativa a ordenar obispas:
La Iglesia de Inglaterra será un poco más irrelevante después de esto.
Frente a esa corriente, otros han señalado que los esfuerzos por lograr que las iglesias sean más relevantes para la sociedad moderna no hacen sino agravar la recesión religiosa. Las iglesias, sostienen, dan respuestas a las cuestiones más profundas sobre la condición humana y no han de identificarse plenamente con ningún contexto sociocultural. No que deban darle la espalda, pero sí mantener la distancia. Desde mi perspectiva de agnóstica, pienso que tienen razón quienes advierten mayor peligro para las iglesias en el amoldarse a los patrones de la secularización. Además, la tradición, a la que las iglesias nunca podrían renunciar por completo, sobrevive malamente una vez que se resquebraja. Como decía Wittgenstein, intentar salvar unas tradiciones dañadas es como tratar de reparar una tela de araña rota con las manos.