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Cristina Losada

Las horas españolas de Delcy Rodríguez

Es lógico que la Administración norteamericana quiera saber cómo llegó y qué hizo en Madrid la tal Delcy Rodríguez.

Es lógico que la Administración norteamericana quiera saber cómo llegó y qué hizo en Madrid la tal Delcy Rodríguez.
Delcy Rodríguez | EFE

En las series policiacas, prácticamente la primera pregunta que se hace al sospechoso del crimen es dónde estaba y qué hizo de tal a tal hora del día en cuestión. En nuestro misterio por resolver, el de la presencia en el aeropuerto de Madrid de la vicepresidenta de Venezuela, que no puede pisar territorio europeo por las sanciones acordadas por la UE, el sospechoso ha sido el ministro de Transportes, quien ya ha respondido a las preguntas aquellas de seis o siete formas distintas. Sabemos, eso parece, dónde estuvo Ábalos en las horas clave de la noche de autos, porque ha reconocido que fue al aeropuerto. Pero acerca de qué hizo allí, sólo sabemos que su facilidad para cambiar de versión se ha mostrado tan notable que ya se ha hecho legendaria. Es uno de esos sospechosos a los que no les dura un minuto una coartada.

Los partidos de la oposición, en la sesión de control, descargaron la artillería contra las múltiples y diferentes versiones de Ábalos, y pidieron su dimisión por mentir. Los partidos de la oposición son extraordinariamente optimistas y creen que las mentiras, en política, se pagan. Toda una larga experiencia, en especial la más reciente experiencia española –pongamos un par de décadas–, muestra que el coste político de la mentira no es muy elevado y que ese coste siempre fluctúa en función de quién la utiliza y de las caprichosas circunstancias. El caso más demostrativo es el protagonizado por el separatismo catalán. Pero no es de ningún modo el único. No es cuestión de entrar ahora en los porqués de esto. La experiencia, no obstante, indica algo más. Indica que las peticiones de dimisión son tan abundantes como las dimisiones que no se producen. Si no se consiguen, como suele ocurrir, se ha gastado la pólvora en salvas. La oposición ha agitado, pero no ha logrado morder.

Más que en el talento para versionar de Ábalos, la cuestión interesante estaba en qué vino a hacer Delcy Rodríguez a Madrid. Una vicepresidenta, y ésta lo es de una narcodictadura, no se mete en un avión que tiene previsto hacer una escala de más de doce horas en Madrid, cuando su destino es Estambul, si no tiene algún propósito, algún plan para esa escala. Pero antes hay que decir que, según leímos en VozPopuli, desde Venezuela no se avisó a las autoridades españolas de que Rodríguez iba en el vuelo. Exteriores se enteró de que viajaba en el avión cuando faltaban cuatro horas para su aterrizaje, que iba a ser a medianoche. Es entonces cuando, en lugar de hacerse cargo el Ministerio de Exteriores, Ábalos se dirige al aeropuerto a evitar una grave crisis diplomática. ¿Desde cuándo gestionan las crisis diplomáticas los de Transportes y no los de Exteriores? El presidente Sánchez, que fue el primero que dijo crisis diplomática, tiene que aclararlo.

Sigo en la pregunta: qué venía a hacer la mano derecha de Maduro a España. Hemos leído en El Español que el avión que la traía, prácticamente de incógnito, era un aparato de una compañía privada que usan habitualmente los jerarcas del régimen y que recorre todos los enclaves que conforman las rutas del oro investigadas por la OFAC, la Oficina de Control de Activos Extranjeros del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos. La OFAC se dedica a imponer las sanciones económicas y comerciales acordadas por EEUU, Naciones Unidas y otros mandatos internacionales contra "determinados países y regímenes, terroristas, traficantes internacionales de narcóticos, implicados en la proliferación de armas de destrucción masiva" y otra delincuencia de alta peligrosidad. No estamos hablando de pequeñeces. Es lógico que la Administración norteamericana quiera saber cómo llegó y qué hizo en Madrid la tal Delcy Rodríguez. Es probable que lo sepa antes Washington que los ciudadanos españoles.

Delcy Rodríguez tenía aquí, en principio, más de doce horas de escala. Más de doce horas a las que obligaba, según leímos en El País, el preceptivo descanso de la tripulación. Resulta extraño que un alto cargo quiera someterse a tantas horas de espera en un aeropuerto, sabiendo que no podrá salir del avión. ¿O esperaba salir? Salir ya no sólo a la sala VIP, sino a la ciudad. No sabemos qué planes traía Rodríguez, no sabemos quién le hizo pensar que podía llevarlos a cabo. No sabemos si la presencia de sus amigos de Podemos en el Gobierno le pareció garantía suficiente de que iba a tener luz verde. Pero deducimos que venía a hacer algo. Y deducimos que sus propósitos se frustraron o, por el contrario, que los realizó antes de lo previsto. Porque después de la visita del diplomático de Transportes, los planes de viaje de Rodríguez cambiaron totalmente. No esperó a continuar con su avión, sino que sacó billetes en un vuelo comercial para Catar, que despegó a las ocho de la mañana. En esta indagación se encuentra el meollo político de este grave episodio.

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