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Las dietas milagro

Habría que embriagarse de ilusión para creer que un saneamiento del archipiélago político representa el fin de nuestros quebrantos. Resulta imprescindible, pero no es, ¡ojalá lo fuera!, la salvación.

¡Que levante la mano el que no esté de acuerdo en adelgazar el Estado! A juzgar por el sonido ambiente, esas manos serán pocas y se alzarán avergonzadas. Quien no cree necesario someter a las Administraciones públicas a una dieta estricta es hoy un elemento marginal, desubicado. Pero conviene mirar dos veces antes de felicitarse por el giro copernicano en las percepciones. Reducir los parlamentos autonómicos, y por qué no, las dos cámaras nacionales, liquidar las teles regionales, eliminar tribunales de cuentas, suprimir defensores del pueblo, viajeros o sedentarios, y todo cuanta vaya en esa línea, goza de un respaldo importante. Tan es así que cada vez más dirigentes políticos se muestran partidarios de tales recortes, sabedores de que obtendrían el aplauso. Bien, no exageremos. Una ovación, francamente, está difícil; dejémoslo en asentimiento.

No es cosa de desmerecer el empeño. Una tala en los islotes de la política y una limpieza de sus arrecifes, son obligadas y saludables, incluso un deber moral. Quizá la regeneración de los partidos se fuerce, pues voluntaria no será, por la vía presupuestaria, reduciendo su capacidad de colonización –y de colocación–, aunque admito que le pongo unas gotas de optimismo. Pero habría que embriagarse de ilusión para creer que un selectivo saneamiento de ese archipiélago representa el fin de nuestros quebrantos. Resulta imprescindible, pero no es, ¡ojalá lo fuera!, la salvación. Porque el Estado no se reduce a los políticos, los asesores, los coches oficiales, los enchufados y los chiringuitos. El Estado, lo mollar del gasto público, intereses de la deuda al margen, son las pensiones, las prestaciones por desempleo y son, por no alargar la lista, la sanidad y la enseñanza. Hemos topado con los pilares del Estado del Bienestar y con los límites del adelgazamiento.

Al llegar a ese punto del camino, muchos y ruidosos partidarios de enflaquecer el Estado se plantan. Vamos, que no quieren saber nada de adelgazar esos servicios públicos. Sin embargo, una España empobrecida por la crisis no podrá mantenerlos tal cual están durante mucho tiempo y las reformas en curso son lamentablemente insuficientes. Tal es la realidad desagradable que debería centrar el debate político. Pero no hay pregoneros para las malas noticias. La única dieta que cuenta con aprobación mayoritaria del público consiste, por así decir, en echarle sacarina al café en lugar de azúcar. Y quién quiere quemarse a lo bonzo.

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