No se sabe bien cómo llamarlos. Los llamamos "populistas", pero la etiqueta se le pone a tantos productos que la definición no acaba de resultar satisfactoria. ¿Se puede meter en el mismo saco a Trump, al Frente Nacional francés y a Podemos? ¿Y a los partidos que están ganando votos con posiciones contrarias a la inmigración en Austria, Alemania y otros países europeos? ¿Y qué hay de Putin, al que también se incluye a veces en la lista? Ciñéndonos a Europa y Estados Unidos, lo que comparten los citados es un mensaje contra las élites gobernantes (los de arriba, como dicen los podemitas), y una autoproclamación como verdaderos y únicos representantes del pueblo (los de abajo). Todos tienen esa característica en común, y por eso los llamamos populistas, igual que tienen en común un tono virulento y amenazante. Pero luego vienen las diferencias y con ellas los problemas.
Hace un par de semanas, Robert Kagan decía en un artículo en el Washington Post que una victoria de Trump en las elecciones de noviembre supondría la llegada del fascismo."This is how fascism comes to America", se titulaba ("Así es como llega el fascismo a América"). Kagan, a quien se considera un neocon, aunque él suele decir que es un "intervencionista liberal" (progresista, en nuestros términos), y que ha anunciado que apoyará a Hillary Clinton si Trump es el candidato republicano, acertaba en su descripción del fenómeno Trump. Pero ¿era acertado el nombre que le daba a la cosa?
Lo que ofrece Trump, decía Kagan, no son remedios económicos, pues además cambia de posición a diario, sino "una actitud, un aura de fuerza bruta y machismo, una chulesca falta de respeto por las sutilezas de la cultura democrática, la cual, según proclama, y creen sus seguidores, ha provocado la debilidad y la incompetencia de la nación". Pero lo más importante y más peligroso, seguía el autor, es el fenómeno que ha creado Trump, un fenómeno que los fundadores de la democracia americana temían: las pasiones populares desatadas que conducen a la entronización del tirano a hombros de la plebe. Y ese fenómeno, decía Kagan, "se ha llamado generalmente fascismo".
No es la primera vez que se asocia a Trump con el fascismo. Ni siquiera es fascismo lo peor que le han dicho al que va a ser candidato presidencial del Partido Republicano. Otros lo han comparado con Hitler, al punto de que la mujer de Trump, Melania, se sintió obligada a decir: "He’s not Hitler" (No es Hitler). ¿En serio? Lo que no parece serio es el tono que está adquiriendo la campaña electoral norteamericana. Y tanto por el lado de Trump como por el de algunos de sus oponentes. Incluso Kagan se excede y convierte el fascismo en un cajón de sastre. Algo que, por lo demás, ya sucede hace tiempo en el lenguaje político coloquial, donde el término fascista ha perdido especificidad.
Orwell escribió en 1944 un artículo, "What is fascism?" (¿Qué es el fascismo?), que empezaba diciendo que esa era una de las grandes preguntas a las que no se había respondido en nuestro tiempo. Luego enumeraba a qué y a quiénes se les había llamado fascistas: conservadores, socialistas, comunistas, trotskistas, católicos, pacifistas, partidarios de la guerra, y nacionalistas. Eso, en letra impresa. Verbalmente, Orwell había oído llamar fascistas a un surtido variopinto de personas, cosas y animales, tales como granjeros, tenderos, la caza del zorro, las corridas de toros, Kipling, Gandhi, la homosexualidad, los albergues juveniles, la astrología, las mujeres, los perros "y no sé qué más".
Tal como se usaba, el término fascismo carecía "casi por completo de significado", decía Orwell, que se preguntaba cómo es que, siendo el fascismo también un sistema político y económico, no era posible disponer de una definición clara y aceptada. Mientras esa definición no llegue, "todo lo que uno puede hacer es emplear el término con cierta prudencia y no rebajarlo, como generalmente se hace, al nivel de una palabrota." La recomendación de Orwell mantiene validez. Y la mantiene, porque pocos la siguen.
Si la etiqueta de populista no es lo bastante precisa, nada se ganará en precisión añadiendo la de fascista. Será un peyorativo más. Así se continúa vaciando de significado al término fascista, y trivializando, en fin, el fascismo.