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Cristina Losada

La noche de la 'suspendencia'

Parece mentira que haya que recordarlo: los golpes son de hecho, no de derecho. Por definición.

Parece mentira que haya que recordarlo: los golpes son de hecho, no de derecho. Por definición.
Carles Puigdemont | EFE

En la tarde del 10 de octubre, media España asistía con perplejidad creciente a la intervención de Puigdemont en el Parlamento de Cataluña. Cuatro frases sembraron primero el desconcierto y después, el pitorreo. La opinión general era que la república catalana se había proclamado, pero su existencia había durado unos segundos. Los pocos segundos que Puigdemont había tardado en llegar de las tres primeras frases de aquel párrafo a la cuarta. En las redes sociales se pusieron cronómetros indicando exactamente de qué hora a qué hora había existido el nuevo Estado. En la Wikipedia se dio entrada al récord. Y un tuitero con ingenio bautizó lo acontecido como una declaración de suspendencia.

Las personas congregadas en los alrededores del Parlamento catalán para celebrar el santo advenimiento tomaron las de Villadiego. Los tractores con banderas esteladas que se habían desplegado allí, como para dar prueba del Blut und Boden (sangre y tierra) del separatismo catalán, emprendieron la vuelta a casa. Pero esa desmovilización de los decepcionados fue la única virtud que tuvieron las palabras del todavía presidente de la Generalidad. Fue el único efecto positivo de una intervención en la que se rizó el rizo de la falsedad. Y se ensombreció, aún más, el lado oscuro de la farsa.

Hay que tener cuidado con las farsas. Igual que se pasa de la tragedia a la farsa, se pasa de la farsa a la tragedia. Hubo dictaduras terribles que, al principio, se tomaron por puras payasadas. En cualquier caso, lo cierto es que Puigdemont, con la doblez que tanto caracteriza al procés, proclamó la independencia de Cataluña respecto de España. No la suspendió. Anunció que iba a proponer que el Parlamento suspendiera sus efectos: para emprender un diálogo a fin de llegar a una "solución acordada".

No es cosa de entretenerse en los malabarismos del lenguaje, pero la palabra fetiche era diálogo. Para justificar este golpe a la legalidad democrática, ese intento de imposición de la voluntad de una minoría a la mayoría, esa pretensión de romper el país, los separatistas afirman que no se ha dialogado con "Cataluña", que en su ficción sólo son ellos. Lo dicen como si los Gobiernos de España, a lo largo de cuatro décadas de democracia, no hubieran hablado nunca con los nacionalistas catalanes. Como si no les hubieran concedido sustanciosas transferencias y ventajas. Como si no les hubieran eximido de cumplir sentencias y leyes en la comunidad autónoma. Y como si PSOE y PP no les hubieran dejado el terreno libre para extender su hegemonía. La hegemonía de la mentira.

No era, sin embargo, sólo por eso por lo que Puigdemont y compañía insertaron suspensión y diálogo en el titular de su golpe. No sólo para engañar a quienes quieren engañarse. Tienen un problema, que no es nuevo, pero ahora es crucial: carecen de la fuerza suficiente para imponerse. No la tienen en sentido estricto ni la tienen en términos sociales: la gigantesca manifestación ciudadana del 8 de octubre en Barcelona hizo visible la firme oposición de media Cataluña a la ruptura con España. La única manera de sortear esa debilidad era esta: tratar de que el Gobierno de España reconociera la situación de facto que han creado. Y eso sucedería si Rajoy aceptara una interlocución con quienes ya han declarado la independencia y si, para mayor reconocimiento, interviniera algún tipo de mediadores.

Los hay que insisten en la falta de validez jurídica de la declaración que hizo de viva voz Puigdemont y que luego firmaron, en un anexo, el Gobierno y los diputados secesionistas. Como si eso significara que es papel mojado que no va a ir a ninguna parte. Bien, puede que no vaya a ninguna parte, pero no será por su falta de validez jurídica. Parece mentira que haya que recordarlo: los golpes son de hecho, no de derecho. Por definición.

Hay nacionalistas que se dicen moderados y radicales que se dicen sensatos que en la noche de la suspendencia pedían por favor al Gobierno que no hiciera nada y confesaban sentir vértigo ante lo que podía suceder si se aplicaba el artículo 155. Para ellos, Puigdemont se acababa de portar como un hombre de Estado, haciendo un un gesto de responsabilidad. La diputada Bescansa, de Podemos, llegó a decir que el jefe del golpe, al ganar tiempo, estaba salvando vidas en las calles de Barcelona. Tanto leer de revoluciones pasadas que admiran, ¿y no saben nada de los procesos revolucionarios?

Es al revés. Prolongar una situación de doble poder tiene un peligro que no se puede subestimar. El vértigo hay que sentirlo ante lo que puede ocurrir si el 155 no se aplica. Supondría dejar que el golpe se siguiera dando desde las sedes de la Generalitat y de otras instituciones, por quienes tienen la voluntad de provocar la conflictividad que sea necesaria para consolidar sus posiciones. Los mayores riesgos se corren mientras el poder ilegítimo e ilegal continúe instalado.

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