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Cristina Losada

La maldición de Pablo Iglesias

Desde su cargo y desde la tribuna del Congreso, su 'nunca más' no sonó a pronóstico, ni lo era; sonó a amenaza.

Desde su cargo y desde la tribuna del Congreso, su 'nunca más' no sonó a pronóstico, ni lo era; sonó a amenaza.
Pablo Iglesias, en el Congreso. | EFE

En réplica a una pregunta del PP en el Congreso, el vicepresidente Iglesias contestó que el principal partido de la derecha española “no volverá a formar parte del Consejo de Ministros de este país”. Es decir, no contestó, sino que hizo un augurio o, como sugiere su remozada imagen, echó una maldición: ¡no volveréis a gobernar nunca más! Augurio, maldición o aviso, lo relevante es que procede de un miembro del Gobierno. Cuando el vicepresidente de un Gobierno dice en la tribuna del Parlamento que un partido no volverá a estar en el Consejo de Ministros, la cuestión que surge de inmediato es si va a hacer algo para impedirlo. Y, acto seguido, la pregunta es qué hará.

Iglesias no lleva ni nueve meses en el Gobierno de España. El Partido Popular ha gobernado España durante más de dieciséis años. Si sumamos los Gobiernos de la UCD, serían cinco años más para el centroderecha. Estos simples datos perfilan las dimensiones de la infatuación de un Iglesias que, no siendo más que el socio, y socio menor, de un Gobierno presidido por los socialistas, habla como si tuviera un puesto a perpetuidad en el Consejo de Ministros, como si fuera suyo el Consejo y como si fuese él quién decide quiénes van a gobernar y quiénes no.

A Iglesias, parece claro, le hace falta un memento mori, un recordatorio de la fugacidad en la política, de que un día estás en el Gobierno y al otro estás en tu casa o ante alguna puerta giratoria. E igual que salió de la nada, a la nada puede volver. Su partido, a fin de cuentas, sólo lleva un cuarto de hora en los telediarios. Pero el conocido trasfondo de estos nuncajamases, aparte del deseo de que se cumplan, es la vieja tendencia en nuestra izquierda a negar legitimidad a la derecha para gobernar.

Desde su cargo y desde la tribuna del Congreso, su nunca más no sonó a pronóstico, ni lo era; sonó a amenaza. Dadas las tensas circunstancias del intercambio, se diría que quiso que sonara así. El vicepresidente de un Gobierno no puede decir al principal partido de la oposición que no volverá a gobernar. No puede decirlo sin que nos preguntemos por su respeto a las reglas de la democracia. Porque sólo alterándolas, pervirtiéndolas, puede asegurar, como aseguró, que ese partido estará excluido para siempre de la posibilidad de llegar al Gobierno de España.

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