Cada aniversario de la masacre en la plaza Tiananmen me pregunto por los motivos de que se le preste tan poca atención a aquella revuelta encabezada por los estudiantes chinos. Entonces, en 1989, sí fue noticia, claro. Pero es ahora cuando la noticia merecería reflexión. A fin de cuentas, en Tiananmen hizo su primera gran aparición en la escena contemporánea el fenómeno sobre el que han corrido estos años ríos de tinta salpicada de lágrimas de emoción. El periodista Thomas L. Friedman, del New York Times, lo llama "square people": la gente de las plazas. La primavera árabe, el 15-M y demás. ¡Los de abajo frente a los de arriba!, vocean populistas de todos los pelajes, deseosos de que la calle, su calle, venza a las urnas.
El papanatismo de la novedad, tan fascinado por el papel de las redes sociales en las primaveras de antes de ayer, ha olvidado –es lo suyo– que en Tiananmen se utilizó por vez primera internet, entonces en pañales, para contactar con el mundo exterior. Los estudiantes chinos pudieron eludir así la censura del régimen comunista y contar lo que sucedía. Pero su rebelión, ahí similar a todas las de las plazas, adolecía de ingenuidad y caos, y fracasó. Aunque no adquirió por ello aura romántica. Una revuelta contra el comunismo no complace tanto como una contra el capitalismo. Además, somos eurocéntricos, egocéntricos y presentistas. Tiananmen no existe. Como no existe en China.
Hace 25 años el comunismo, que ya estaba acabado, acabó realmente. Mientras el ejército chino aplastaba a los estudiantes que pedían apertura, en Polonia se celebraban las primeras elecciones democráticas. La pretensión de reformar políticamente el comunismo, la perestroika de Gorby, contribuyó a darle la puntilla. En China, la reforma económica del comunismo no lo hizo caer: condujo a un capitalismo sin democracia que mantiene el aparato y la simbología comunistas. Gato negro o gato blanco, la dictadura. No hubo más Tiananmen. El caso chino muestra que el crecimiento económico no trae per se una mayor demanda de libertad, como sí sucedió en alguna medida en la España del tardofraquismo.
La ilusión que tomó cuerpo en 1989, tras la caída del Muro, fue que la democracia liberal estaba destinada a extenderse, ineluctable, por todo el mundo. Fue la ilusión del "fin de la Historia", como en el célebre ensayo de Fukuyama. La creencia en que, por más que hubiera algún tropiezo, los valores liberales occidentales serían asumidos en cualquier parte. La realidad que ha tomado cuerpo en los veinticinco años transcurridos es, en cambio, que la planta de la democracia liberal no arraiga en todos los suelos. Más fácilmente se levanta un decorado democrático, como el que a duras penas recubre el régimen autoritario de Putin.
No sólo es de difícil arraigo la planta de la democracia liberal. La realidad que está asomando de nuevo, ahora y aquí mismo, en la vieja Europa, es la de su fragilidad: no hay que dar por sentada su pervivencia. Es ilusorio pensar que la democracia es un producto natural de la condición humana. Ha costado siglos y ha costado guerras, y, como escribe Guy Sorman, "es una conquista incesante de nosotros mismos que hay que renovar constantemente frente a la aparición de nuestros instintos". Veinticinco años después de triunfar sobre el comunismo, el adversario que encara la democracia en Europa se llama populismo. Y crece tanto en las plazas como en los platós.