El triunfo político más importante de Syriza ha sido transformar una negociación entre los socios de la UE y la Eurozona en una guerra. En una lucha sin cuartel entre dos bandos, uno de buenos, el de Grecia, y otro de malos muy malos, donde está el resto de Estados miembros. En esa narrativa, una Grecia devastada por la austeridad impuesta por la troika se jugaba no ya su prosperidad, sino algo mucho más trascendente: su orgullo y dignidad nacionales. Como si la hubieran invadido. El referéndum que convocó Tsipras para aceptar o rechazar una oferta de acuerdo fue la culminación del marco de escenario bélico que forjó Syriza en los cinco meses de negociaciones en Bruselas. No lo convocó llamando a los griegos a reflexionar sobre objetivos de déficit, impuestos o reformas, sino contra "el ultimátum y el chantaje". Ultimátums y chantajes son propios de enemigos, no de socios.
Este triunfo discursivo no lo consiguió el gobierno griego en solitario. Otros miembros de la Eurozona pusieron su granito de arena con actitudes y declaraciones que echaban leña al fuego. Pero si uno se remonta al principio, a los primeros pasos de Syriza en el poder, pienso que caben pocas dudas sobre quién llegó dispuesto a convertir una negociación en un enfrentamiento entre opresores y oprimidos o, por usar términos que aún mantienen vigencia en la familia política de Syriza, entre unas potencias imperialistas y un pequeño y pobre país que lucha por librarse de su yugo.
En tal universo maniqueo, sin matices ni tonos intermedios, residen tanto grupos de la izquierda como de la derecha. De ahí que el resultado de la consulta lo celebraran desde Marine Le Pen y Nigel Farage (UKIP) hasta la Kirchner y Maduro, y entre nosotros, desde los podemitas hasta grupos de extrema derecha. Todos ellos, de un modo u otro, coinciden en una cosa: el nacionalismo. Para unos es instrumental -la vía para acabar con el salvaje neoliberalismo-, mientras que para otros es un fin en sí mismo y la vía para acabar con la Unión Europea.
Con la convocatoria del referéndum, Tsipras transformó las diferencias en la mesa de negociación en un enfrentamiento entre el pueblo griego y una especie de hombres de negro: políticos y funcionarios despiadados, insensibles al sufrimiento de la gente, carentes de legitimidad democrática. No sucederá, pero se aplicaría la misma lógica si la próxima propuesta del gobierno griego se sometiera a referéndum en los otros 18 países de la Zona Euro. La dinámica del enfrentamiento no conduce, en cualquier caso, a la solución del problema. Y está por ver que el gobierno de Syriza tenga otra estrategia que no sea esa. El orgullo nacional, el agitar de banderas, la emoción de la lucha, los cánticos y los vivas y mueras pueden componer escenas épicas, pero no son los mejores ingredientes para aliñar una negociación europea. La guerra de Tsipras, me temo, no es tan inocua y divertida como la guerra de Gila.