El verdadero terror no estaba en las fiestas de Halloween, celebración que hemos importado para que se disfracen los niños de todas las edades, sino en Glasgow, en la Cumbre del Clima de la ONU. Su secretario general, António Guterres, nos dijo que estamos cavando nuestra propia tumba y, al tiempo, que hay que dejar de tratar a la naturaleza como a un retrete, acusación algo sucia por la generalización con la que se hizo y por el propio símil. Y el anfitrión Boris Johnson, liberado de las ataduras que le impone la política doméstica, en un escenario que pide discursos tremendistas, se dio el gusto de hacerlos y de mostrar complicidad con la niña de El Exorcista sueca. La contraseña fue el "blablabla", protagonista de una reciente arenga viral, y terrorífica, de Greta Thunberg.
El cambio climático. El calentamiento global. El efecto invernadero. Todos esos términos, y los problemas que señalan tienen ya muchos años de carrera, y posiblemente nadie que no sea un especialista los puede discutir a fondo. Pero la cuestión que se puede discutir es la política que los ha acompañado, marcada por dos grandes rasgos: la difusión del miedo al cambio climático y la no difusión de los costes que supone intentar revertirlo. Los dos funcionan de forma complementaria, y no pueden existir el uno sin el otro. El terror al fin del mundo no se extendería tan libremente como se ha extendido si tuviera, como constante contrapunto, la información de los efectos secundarios de las actuaciones que suelen proponerse para evitarlo.
El doble juego de la información y la desinformación ha tenido éxito. Encuestas globales recientes de la ONU y la UE certifican que amplísimas mayorías creen que es la emergencia número uno del mundo y avalan que se tomen prácticamente todas las medidas que se sugieren. Lo mismo ocurría hace dos décadas, a pesar de que el cambio climático sólo estaba en la agenda en un puñado de países. Pero ya era perceptible entonces que el problema tenía el potencial de capturar la imaginación del público.
Se tiende a pensar que las profecías del fin del mundo son historias del pasado remoto, felizmente superadas en un mundo más instruido, pero no deberíamos mirar por encima del hombro a aquellas gentes de épocas menos afortunadas que cada tanto creían muy seriamente que el mundo se iba a acabar en una fecha determinada. En lo que llevamos del siglo XXI estamos asistiendo al despliegue de todo el atractivo de la profecía apocalíptica. Y somos tan receptivos y sensibles a su poder de seducción como lo fueron esos antepasados a los que tenemos por ignorantes.