Cualquier marxista más o menos leído de la década de 1970 daba por sentado, de forma muy similar a sus antecesores, que el capitalismo caería un día, siempre el siguiente, víctima de sus contradicciones internas. En menos de una década, sin embargo, lo que cayó víctima de sus contradicciones internas fue el sistema comunista. Su colapso y rápida desintegración sorprendieron tanto a los simpatizantes como a otros muchos. Hasta los críticos del comunismo pensaban que el sistema, terrible como era, contaba con la capacidad de mantenerse.
Por su relevancia simbólica y la carga emocional que la acompañó, la caída del Muro de Berlín es el acontecimiento que señala el final del comunismo, aunque sólo fuera uno más de una cadena. Ha pasado un cuarto de siglo, que se cumple el domingo, y entre las muchas cuestiones que todavía merecen explorarse traigo una, que es esta: si el final del comunismo, como sistema existente en la realidad, supuso también el hundimiento de la idea comunista.
No ocurrió con el colapso del comunismo lo mismo, ni siquiera algo parecido, a lo que había pasado con los del nazismo y el fascismo. Tras la derrota de Hitler en la Segunda Guerra Mundial y la exposición de los crímenes nazis, nazismo y fascismo encarnaron de manera indubitada el mal absoluto. No iba a ser así con el comunismo, cuyos horrores ya se conocían antes con notable precisión y tendían a verse como hechos del pasado, circunscritos al stalinismo y reconocidos en parte por los soviéticos en 1956, en el famoso XX Congreso con Nikita Jruschov, al tiempo que se dejaban de lado horrores posteriores, como el genocidio perpetrado por los Jemeres Rojos en Camboya (1975-79) o los desastres provocados por Mao en China en la década de 1960.
Cuando se desintegró, hacía tiempo que la URSS no ejercía de faro y guía de los comunistas de Occidente, que por cierto eran los únicos realmente existentes. Donde el comunismo aún tenía creyentes y devotos entonces era en los países no comunistas. Los intelectuales marxistas estaban, como se dijo con sorna, en las universidades de Europa y de Estados Unidos, no en Moscú ni en Varsovia ni en Praga ni en Berlín Este. El previo distanciamiento de la URSS, y de no pocos partidos comunistas europeos (recuérdese el eurocomunismo), amortiguó a buen seguro el efecto de su hundimiento.
Más aún, como argumentó Revel, la desaparición del sistema comunista devolvió el socialismo a su condición primitiva: la utopía. Le permitió abandonar el terreno de las realidades, tan descarnadas ellas, y lo propulsó al firmamento de las (buenas) intenciones. En suma, la idea se salvó, y se salvó sobre todo al dejar de estar representada por su realización.
El comunismo, en fin, salió bien parado de sí mismo y de sus consecuencias. Nadie puede decir hoy que es nazi o fascista sin provocar consternación, condena y asco. Pero no sufrirá ninguna de esas reacciones, o apenas, quien ahora se diga, y con orgullo, que es comunista. Algunos años después de la caída del Muro, Revel clamaba que la izquierda había eludido cualquier examen histórico y cualquier examen de conciencia serios tras el hundimiento del imperio soviético. Es curioso que en la izquierda que no era ni había sido nunca comunista se presentara también esa resistencia. Que se tuviera ahí tanto cuidado de preservar a la idea comunista de un rechazo absoluto que la inutilizara como referencia. Como si la utopía comunista, con su creencia (cuasirreligiosa) en una sociedad perfecta y en el hombre nuevo, le fuera necesaria. Así, pese a que el final del comunismo fue en efecto su final, buena parte de la izquierda lo siguió sintiendo como a un miembro fantasma. Es decir, como a un miembro amputado con el que se continúa percibiendo –y necesitando– una conexión