El 30 de abril de 1975, las fuerzas de Vietnam del Norte y del Vietcong tomaron Saigón, el Sur hubo de rendirse y la guerra de Vietnam llegó a su fin. De aquel día de hace cuarenta años han quedado en la retina las imágenes de los helicópteros que evacuaban al personal de la embajada norteamericana, aunque al mismo tiempo estaban evacuando a miles de refugiados vietnamitas, si bien no a todos: muchos quedaron a merced de los nuevos dueños de la capital y del país. Pero era la imagen que reflejaba el balance moral. Aquellos helicópteros sacando in extremis a los norteamericanos de Saigón eran la viva estampa de la derrota y la huida de la gran potencia del mundo libre. La imagen de la humillación de EEUU.
Los Estados Unidos, sin embargo, ya habían huido. Su intervención militar había finalizado dos años antes con los Acuerdos de Paz de París, unos acuerdos que no llevaron la paz a Vietnam pero dejaron al régimen sudvietnamita solo ante las fuerzas comunistas que pugnaban por el dominio de todo el territorio. Pocos meses antes de la caída de Saigón, un último intento de prestar asistencia al ejército del Sur por parte del presidente norteamericano Gerald Ford no logró la autorización del Congreso. La implicación en Vietnam había contado, al principio, con amplio apoyo de la opinión pública, pero a esas alturas lo había perdido por completo. Estados Unidos se había involucrado en una guerra, no la conseguía ganar, y lo único que podía hacer e hizo fue salir. Una historia que se repetiría.
Más que cualquier otro conflicto de la caliente Guerra Fría, la guerra de Vietnam fue el crisol en el que se fundieron, para los Estados Unidos, los horrores y los errores. Una cadena de errores que comenzó en la presidencia de Eisenhower, quien desdeñaba la importancia de Indochina para los EEUU pero difundió la teoría de las fichas de dominó: si los comunistas tomaban el resto de Indochina, podrían caer después Tailandia, Birmania, Malasia e Indonesia, donde había potentes movimientos comunistas. Para evitar que las fichas cayeran y acuciado por otras crisis, como la construcción del Muro de Berlín, Kennedy decidió trazar en Vietnam "una línea en la arena". Fue a su sucesor, Lyndon B. Johnson, a quien le tocó mantenerla.
La de Vietnam fue la primera guerra televisada. La primera en que la televisión y las imágenes, y los medios en general, desempeñaron un papel sobresaliente en la configuración de la opinión pública. El caso de la Ofensiva del Tet es paradigmático. Fue el punto de inflexión en la percepción de la guerra, el instante en el que se consideró inevitable la victoria del Vietcong, y ello a pesar de que la operación no supuso un triunfo para los comunistas. Pero así fue percibido por los medios y así se transmitió. Cuando Walter Cronkite, célebre presentador del informativo de la CBS, dijo después de ver sobre el terreno el resultado de la Ofensiva del Tet que EEUU tenía que salir de Vietnam, el presidente Johnson comentó: "Si he perdido a Cronkite, he perdido a la clase media americana". La influencia de los medios en las decisiones e indecisiones políticas sobre el conflicto llevó al historiador Paul Johnson a escribir: "El problema de la clase gobernante norteamericana era que creía lo que leía en los periódicos".
De la oposición a la guerra de Vietnam se nutrieron los movimientos de protesta estudiantiles de mediados de los años 60 en adelante, y de ellos surgió una Nueva Izquierda que acabaría con el predominio del viejo comunismo de obediencia soviética. Pero lo que emergió de aquella guerra con mayor fuerza y mayor capacidad de perdurar fue el antiamericanismo, la obsesión antiamericana, como dijo Revel. Vietnam transformó a la potencia benévola que había combatido al nazismo y salvado a Europa de las garras de Hitler en una potencia maléfica que bombardeaba con napalm y asesinaba a niños. Un papel en el quedó encasillada desde entonces. Para los Estados Unidos, Vietnam representó el fin de la inocencia: el precio que han de pagar las superpotencias.