En las relaciones internacionales no hay amigos ni enemigos permanentes, sólo hay intereses permanentes. La frase atribuida a Lord Palmerston que acabo de resumir es muy conocida. Se considera la fórmula por antonomasia del pragmatismo aplicado al ámbito de la política internacional. Tiene un punto o dos de cinismo, pero éste resulta a veces un antídoto necesario. Resguarda de una visión no sólo demasiado idealista, sino también demasiado afectiva. Es un llamamiento a la sobriedad frente a la tendencia de gobernantes y opiniones públicas a creer que hay, de un lado, amigos y, del otro lado, enemigos. Y que, de manera semejante a lo que ocurre en la vida privada, un país, un Estado y sus ciudadanos saben a qué atenerse y qué pueden esperar de sus amigos y enemigos, salvo por las excepciones: ésas que siempre se mencionan, pero con las que en realidad no se cuenta.
Nadie contaba con que una de las excepciones fuera Alemania. Con que fuese precisamente Alemania quien propinara un revés a España, a su Justicia, a su Estado y a sus ciudadanos (exceptuando a los que quieren dejar de serlo) precisamente en asunto tan sensible como el separatismo. De Bélgica se podía esperar cualquier cosa. De Finlandia o de Dinamarca o de Suiza no se sabría qué esperar. Pero de Alemania no se esperaba algo así en absoluto. Un país donde no se da margen alguno a las veleidades secesionistas de pequeñas minorías. Un país donde la ley se respeta escrupulosamente (o eso creemos). ¡Un país donde los peatones no cruzan nunca un semáforo en rojo! Un país cuyo criterio durante la crisis económica y del euro apoyó España sin vacilar, pese a que nos ponía en la tesitura de un duro ajuste. Un país de entre los europeos que considerábamos aliado y, en fin, amigo.
El lado de los amigos está frecuentemente plagado de falsos amigos, como las traducciones. Del país del que menos lo esperábamos vino la decisión judicial sobre Puigdemont que ha supuesto una quiebra del espacio de confianza que requiere el procedimiento de la euroorden. En el país donde menos lo imaginábamos han cristalizado, en torno a ese hecho, opiniones políticas y periodísticas a propósito del problema catalán que oscilan entre lo ridículo y lo ofensivo. Incluso se han ido de la lengua quienes más se espera que la sujeten. Ministros han roto la norma de la neutralidad política ante dictámenes judiciales para aplaudir que no se entregue a Puigdemont por rebelión. Han metido a España en el mismo saco que a Turquía en cuanto a calidad y garantías del sistema judicial. Y se han lanzado a aconsejarnos que apliquemos los cataplasmas del diálogo y la política, cosas que igual creen que jamás fueron probados para contentar al nacionalismo catalán. ¡Pero si no se ha hecho otra cosa!
La incredulidad se ha palpado estos días. No sólo por la decisión judicial. De pronto, hemos descubierto que no podemos contar con Alemania, con su Gobierno, con sus dos grandes partidos -con los demás ya no contábamos-, con su Estado, en esta dura, crítica y decisiva partida en la que España se juega tanto. No podemos contar del modo amplio, generoso y comprensivo que esperamos de un amigo. Todo eso se ha puesto en duda, y esa duda que nos ha dejado Alemania se extiende. También pensábamos que Europa, la Unión Europea, ese proyecto que se levantó contra el nacionalismo, se jugaba mucho en la partida contra el separatismo catalán. Lo pensábamos aún a pesar de aquel latiguillo del "asunto interno". Si bien su reducción a asunto interno español tenía la virtud de obstaculizar cualquier intento de "internacionalizar el conflicto". Eso pensábamos.
En Alemania, sin embargo, algunos políticos y medios han empezado a impulsar la idea de una mediación internacional, desde lo que parece una perfecta ignorancia de los antecedentes y de las consecuencias. El director de la Fundación Konrad Adenauer para España y Portugal, Wilhelm Hofmeister, exponía esa peregrina idea y sus más que predecibles consecuencias en un artículo que publicó en Frankfurter Allgemeine Zeitung ("Cataluña y el declive de la Unión Europea"). Decía respecto de esa mediación:
Del todo nefasta sería la propuesta de que la UE o incluso Alemania deban asumir un papel de mediadores para intermediar en el conflicto entre el Gobierno español y los nacionalistas catalanes. Aunque se lamente que el Gobierno español no haya puesto más interés en una solución política de la crisis al apostar en exceso por una solución jurídica, revalorizar ahora a Puigdemont mediante una iniciativa de mediación supondría que él se podría ver aún más cerca de alcanzar su objetivo. Por supuesto, él va a prometer todo para involucrar a la UE o a Alemania en el conflicto. En tal caso, él se convertiría en dueño del proceso y podría aumentar sin límite el precio a pagar para alcanzar un acuerdo. Los nacionalistas catalanes no buscan un mayor grado de autonomía, sino su objetivo es alcanzar la soberanía, es decir, la escisión de España para fundar un Estado propio. Esto es algo que la Unión Europea no debe y no puede propiciar si quiere evitar una de las causas de su futuro declive.
Es difícil saber tan pronto si esa clase de ideas de bombero vienen motivadas por la buena intención, que puede errar mucho por idealismo y adanismo, o si obedecen a algún interés en el sentido que decía Lord Palmerston. Pero lo que importa saber, en cualquier caso, es que no hay amigos permanentes. Y que precisamente por eso tampoco hay posiciones permanentes. La propia Alemania, por ejemplo, cambió de posición en el lapso de pocos meses cuando las guerras yugoslavas de los años 1990. De una posición favorable a que Yugoslavia permaneciera en lo esencial como un Estado unido pasó a presionar fuertemente en pro del reconocimiento europeo e internacional de la independencia de Eslovenia y Croacia, lo cual abocaba inexorablemente a la fragmentación. Es éste un precedente inquietante. Pero será más útil inquietarse que creer que hay amigos con los que podemos contar y a los que podemos trasladar la solución de nuestros problemas. Nadie nos va a sacar las castañas del fuego.