En pleno seísmo económico en la UE y en la eurozona, Jean-Claude Juncker, muy probable próximo presidente de la Comisión Europea, dejó caer que todos los gobernantes sabían lo que era necesario hacer para gestionar la crisis, pero lo que no sabían era "cómo ganar después las elecciones". Esta lúcida síntesis de la situación fue formulada cuando el euro parecía sentenciado y varios países afrontaban serios riesgos de quiebra, mientras otros que habían tenido que ser rescatados aplicaban duros programas de ajuste que eran fuertemente contestados en la calle. Uno tras otro, los gobiernos a los que había tocado encarar el embate de la crisis caían como fichas de dominó.
Aquel apocalíptico cuadro se fue suavizando: el euro resistió, no se añadieron más países de peso a la lista de quiebras y rescates y pudo decirse que lo peor de la crisis había pasado. Sin embargo, los costes del proceso han sido tan altos que sus efectos políticos permanecen. Y, como muestran las elecciones europeas, esos efectos se han trasladado del campo nacional al de la UE: el estado de cosas ya no es el que era. Ello, aun contando con que el Parlamento Europeo no es determinante y que eso priva de incentivos para votar, y contando también con que los dos grandes bloques partidarios mantienen su hegemonía.
El proyecto europeo ha perdido aquella condición suya de inagotable fuente de prosperidad, y de aquel blando desapego hacia la política de la UE propio de los tiempos aburridos, notables segmentos de votantes han pasado al rechazo puro y duro. Un rechazo que se manifiesta diversamente, desde luego, pero que afecta tanto a la izquierda como a la derecha. Hay un gran susto por el avance de los eurófobos declarados, como Le Pen, pero el de la eurofobia no es el único monstruito que ha salido de las urnas europeas. A fin de cuentas, es una variedad del populismo, un populismo que igual ha penetrado con fuerza en la izquierda.
Tanto a escala europea como española, se diría que los electores están haciendo experimentos con el voto. Los espacios políticos tradicionales se han abierto así para nuevas opciones, algunas muy razonables, pero también para otras disparatadas e invariablemente populistas. El populismo es un estilo más que unas ideas, y no entraña consistencia, sistematización ni modelos alternativos. Con su oferta demagógica de soluciones fáciles de entender e imposibles de aplicar, con su discurso de protesta contra todo y contra todos, ha logrado hacerse con una porción considerable del voto indignado a ambos lados del espectro.
Cabe ahí, entre los populistas, la revelación de la noche en España, el grupo Podemos, ubicado en una izquierda más cercana al chavismo que a los restos del naufragio comunista. Su irrupción se asemeja, también en su repercusión, a la de los grillistas en Italia. Veremos si se trata de una estrella fugaz, como tantos fenómenos mediáticos. Porque los votantes van a seguir haciendo experimentos.