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Cristina Losada

El justificado miedo a la secesión

Me tendrán que explicar alguna vez qué diablos pinta la valentía en todo esto.

Me tendrán que explicar alguna vez qué diablos pinta la valentía en todo esto.

En vísperas del referéndum en Escocia encontré las reflexiones más interesantes en el semanario británico de izquierdas New Statesman. Las de mayor interés tanto para el concreto asunto del que trataban como para el nuestro. A pesar de las notables diferencias, a la hora de afrontar un movimiento separatista muchos de los problemas que se presentan son similares. Uno de ellos, nada menor, es si basta contraponer la realidad a la ficción. Si es suficiente, incluso si es conveniente, ante todo advertir de los riesgos que entraña romper y montárselo en solitario.

Adam Tomkins, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Glasgow, que participó en la campaña del no, publicó el mismo día del referéndum "What Better Together learned too late" ("Lo que Mejor Juntos aprendió demasiado tarde"). Decía que los del no y los del sí habían hecho sus campañas en terrenos distintos, y que sólo en los últimos minutos del partido los del no se habían dado cuenta de que

teníamos que hacer algo más que explicar en qué erraban las propuestas de los otros, y que era necesario que dijéramos algo sobre la Escocia mejor que deseábamos construir y por qué había que votar no para construirla.

A explicar los peligros de la independencia, los expertos en comunicación lo llaman una "campaña negativa". Los nacionalistas de cualquier parte lo llaman hacer la "campaña del miedo". Esto es, claro está, un modo de escaquearse de las preguntas incómodas, las que prefieren no contestar o contestan en falso, como cuando aseguran que la UE pondrá enseguida alfombra roja para acoger a los escindidos. Pero además es un etiquetaje, ése del miedo, que sirve a su propia causa con la mezquindad acostumbrada.

En concreto, sirve para mostrar a los contrarios a la independencia como unas nenazas cobardicas que no desean arriesgar sus pequeñas rentas, su modesto bienestar y su ridícula seguridad, y que por esos temores de sirviente medroso cierran la puerta a un espléndido porvenir que está escrito en las estrellas… y en fabulosos libros blancos. En sentido contrario, siempre con esa sesgada óptica, los partidarios de la secesión serían los tipos valientes, aguerridos, quijotescos (no sé si elegiría esta expresión un separatista catalán), que están dispuestos a jugarse una o dos comodidades pequeñoburguesas por un futuro ilusionante.

Me tendrán que explicar alguna vez qué diablos pinta la valentía en todo esto. Los que hacen balconing en Mallorca, ¿son unos valientes o están poseídos, además de por su buena dosis de alcohol, por una temeridad estúpida? Yo diría que lo segundo. Como digo que, al contrario de lo que pretenden los independentistas, hace falta valor para votar contra sus designios cuando sus mensajes y sus activistas dominan con tal agresividad la escena que se reduce al mínimo el espacio público para la disidencia.

Lo más asombroso, no obstante, es el desprecio por el pragmatismo que entraña el clamor nacionalista contra los que meten miedo, con su desdén por la gente que teme, en efecto, que le pueda ir mucho peor. Sus temores y sus dudas están perfectamente justificados y eso no les hace peores ciudadanos, sino mejores. Sus pies en la tierra, su realismo y su aversión al riesgo son un saludable freno a los que quieren jugar con su futuro y el de sus compatriotas. Puede, el que quiera, lanzarse a una aventura personal. Es su vida, su dinero, su hacienda. Pero el mundo ya ha visto demasiadas veces cómo acaban las aventuras colectivas en pos de una quimera. Mal.

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