Ojalá los resultados de estas elecciones fueran tan taxativos como los titulares de la prensa. Todo sería más sencillo si se pudieran reducir a términos futbolísticos y declarar ganadores y perdedores de manera categórica. Pero justamente una de las pocas cosas que se pueden decir con rotundidad de estas municipales y autonómicas es que lo absoluto ha desaparecido del mapa. Las mayorías absolutas han quedado barridas. Restará aquí y allá alguna excepción, y en concreto yo escribo desde una de ellas, la ciudad de Vigo, que debe de ser políticamente la urbe más aburrida de España, marginada como se ha visto de las debacles, los cambios profundos y la entretenida comedia de los pactos por venir. Pero es la rareza y la desviación de la norma que un partido, el PSOE en este caso, obtenga más del 50 por ciento de los votos, como ahí.
El PP se ha dejado algo más que los pelos en la gatera. Puede, naturalmente, exhibir la medalla de partido más votado, pero pierde el poder en muchos sitios, lo cual suena a preludio de nuevas pérdidas de voto y apuntala el tópico del cambio de ciclo. Por primera vez el votante del PP tenía alternativas a la abstención y pudo mudarse a siglas que considera próximas. Le habrán pasado factura, entre otros asuntos, tanto la percepción de que la situación económica sigue siendo mala como el rosario de escándalos de corrupción. Cuando la corrupción se percibe generalizada desgasta más al que ostenta mayores cotas de poder institucional.
El PSOE no capitaliza el desgaste del PP, pero evita el hundimiento en los resultados globales, cosa que le permite proclamarse como primera fuerza de la izquierda. Los maliciosos se preguntarán, no obstante, por cuánto tiempo. Y es que hay ciudades, algunas emblemáticas, donde pierde ese puesto en el podio y es superado por los que quieren merendárselo.
El estreno de los partidos emergentes en el escenario nacional tampoco arroja un balance en blanco y negro. Ciudadanos ha acertado en presentarse con su propia marca en municipios y autonomías, ubicándose así como tercera fuerza a nivel nacional. Pero no será el árbitro de tantos gobiernos. Podemos optó por diluirse en coaliciones ad hoc en las municipales, o no presentarse siquiera, y jugó en esas condiciones las cartas de Madrid y Barcelona. Ha logrado ahí dos escaparates notables, pero son escaparates que no gestionará en solitario, sino en comunión o disensión con otros, y en los que se verá lo que hay cuando se apagan las luces cálidas de la campaña y se encienden las frías bombillas del gobierno. En las autonómicas su desempeño quedó en la gama de grises.
Bien. No hay prácticamente mayorías absolutas. La mayor fragmentación obliga a pactos o coaliciones, a esos acuerdos que solían cursar bajo el peyorativo de componendas. No es novedad radical: las alianzas de partidos de izquierdas, en particular, se dieron con frecuencia en el pasado allí donde el PP no llegaba a la absoluta. Y es en este campo donde las cosas se ponen interesantes. Y peliagudas. Porque el PSOE ya no intercambiará cromos con partidos que no amenazaban seriamente su hegemonía. Lo hará con quienes pretenden arrebatársela. Y lo hará desde una posición de mayor debilidad que en otros tiempos. La cuestión es para quién será más fatal el beso del populismo: ¿para el PSOE o para los populistas?
Es muy citado un apunte de Gramsci que dice que la crisis consiste en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer, algo que posiblemente sólo tenga sentido en una visión marxista de la historia. Sea como fuere, se cita menos el resto del apunte del italiano, según el cual en ese interregno entre lo viejo y lo nuevo tienen lugar los fenómenos morbosos más variados. En los próximos meses no faltarán ni tales fenómenos ni el morbo. El electorado ha puesto fin al reino de lo absoluto y condenado a los partidos a entenderse. Cosa distinta es que lo entienda –y aplauda– después.