La retirada de Afganistán, más bien huida desordenada, está dando lugar a importantes reflexiones sobre el fracaso. Se acude a la repetición de la historia, a la serie de fracasos que unas u otras potencias han sufrido a la hora de hacerse con el control del país. Es la leyenda del país indómito, el mito de un lugar que nadie logra dominar, ni siquiera la primera potencia militar del mundo. Secundariamente, se notifica el fracaso del gran proyecto político que acompañó a la invasión de 2001. La idea o la utopía de extender la democracia liberal por el globo, abrazada por intervencionistas norteamericanos, tanto republicanos como demócratas, se habría propinado el batacazo definitivo en las remotas e indómitas tierras afganas.
Dos fracasos, uno militar y otro político. Dos fracasos que se pueden imputar –y se imputan– a Estados Unidos, aunque también se puede hablar –y se habla– de un fracaso de Occidente. Cómo no. La autoflagelación es la segunda actividad que más gusta en ese Occidente del que se habla. Tiene, además, la ventaja de que es multiuso. Sirvió para comprender unos atentados terroristas como los del 11-S y para estar en contra de acabar manu militari con el régimen de talibanes, e igual sirve ahora para lamentar que se abandone a los afganos y, sobre todo, a las afganas. Somos malos, hagamos lo que hagamos. Malos por ir a la guerra contra unos fanáticos, y malos por abandonar la guerra y dejar que vuelvan los fanáticos.
La tesis del doble fracaso, volviendo a lo serio, tiene algún inconveniente. Estados Unidos invadió el Afganistán de los talibanes por considerarlo una amenaza para su seguridad. El país era una plataforma para el terror yihadista global. Los atentados del 11-S y los que siguieron fueron prueba de ello. Fue la seguridad y no la extensión de la democracia lo que movió a Washington. De modo complementario, se intentó construir una democracia y algo parecido a un Estado-nación. ¿Qué otra cosa podía hacerse? Cierto, ya puestos en la Realpolitik, se podía haber instalado una dictadura. A lo mejor hubiera resultado más eficaz. Pero ni siquiera los Estados Unidos pueden instalar ya dictaduras. La democracia fue la cara amable de la guerra. Fue, ante todo, un argumento.
La realidad no cree en argumentos. Los talibanes ya no representan, para Washington, la amenaza que fueron. No se ha aplicado militarmente a fondo allí desde hace años, y menos sus aliados. El fracaso militar es autoinfligido. También autoinfligido. Y al desistir de la acción militar ha dejado sin apoyo el argumento de la democracia y de los derechos humanos. Es la gran contradicción de esta retirada. Nadie quiere mantener la presencia militar, y los del noalaguerra deberían estar contentos de que se vayan las últimas tropas ocupantes, pero todo el mundo quiere que se defienda a los afganos de un nuevo reinado del terror talibán. La cuestión es que no se pueden tener, a la vez, las dos cosas.
La retirada era inevitable desde el instante en que la gran potencia militar decidió que no le interesaba dedicar recursos a mantener a raya a los talibanes. Así de cruda es la política exterior. Pero esta huida caótica, que va a dejar abandonados a tantos afganos que colaboraron, no era inevitable. Muchos países, incluido el nuestro, han esperado al último minuto para empezar la evacuación, y tendrán que dar explicaciones por ello. La responsabilidad principal, sin embargo, recae en Biden, el presidente demócrata, tan admirado por nuestros progresistas. Trump tiene su parte por su insólito acuerdo de paz con los talibanes, incumplido por ellos, como era previsible. Pero nada puede borrar ya el nombre de Biden de esta desbandada innoble.