
Tiene razón Miquel Iceta. Una cosa es admitir el cupo vasco y otra distinta es consentir que sea el cuponazo. Eso es justo lo que es. Un bonito premio por ser vos quien sois, que hace que las Administraciones vasca y navarra dispongan de recursos financieros extras gracias a que contribuyen menos a los gastos del Estado. Cualquiera que se adentre en los detalles del régimen foral y en las interesadas componendas del cálculo del cupo sabe que esa singularidad, fundada en derechos históricos que se remontan al final de las guerras carlistas, no tiene un pase. Como dice Mikel Buesa en su estudio del concierto económico vasco, éste supone, de facto, una transferencia de recursos del resto de España a una región que no es precisamente la más pobre.
El régimen foral es discutible, al punto que no hay otro país europeo que pueda presumir de algo parecido. Pero el procedimiento por el que se fija la contribución, el cupo, es sencillamente una estafa. Una estafa negociada cada tanto por el Gobierno de España y los Gobiernos autonómicos correspondientes. Como resulta muy ventajosa es natural que tanto Urkullo como Barkos defiendan con uñas y dientes que la estafa continúe y que concierto y cupo sean intocables y línea roja. Además, ambos son nacionalistas y, como tales, fieros partidarios de la diferencia privilegiada y dispuestos a contemplar con perfecta indiferencia, cuando menos, los problemas que ese privilegio pueda causar al resto de los españoles.
El misterio es que el PP y el PSOE, sus direcciones nacionales, en concreto, hayan salido raudos a proteger concierto y cupo como si en ello les fuera la vida. El portavoz popular, Javier Maroto, que fue alcalde de Vitoria, lo ha hecho con inusitada agresividad, diciendo que cuestionarlos es "una agresión a vascos y navarros". ¿Por qué será que hasta los adversarios del nacionalismo acaban copiando sus modismos y modales? Por su lado, Pedro Sánchez movía ficha desde el sofá socialdemócrata: "Estamos cómodos y a gusto con el cupo vasco y con el concierto económico". Bien. Explique entonces cómo es que no propone extender un régimen tan confortable al resto de las autonomías, tal vez con la salvedad, que hay que poner en su caso, de Cataluña. La respuesta, adelantémosla, es que si se hiciera tal cosa todo se iría al garete, y lo sabe.
¿Qué protegen el PP y el PSOE al amparar con tanta energía un cupo que reduce los recursos del Estado? ¿Sus menguantes parcelas de voto en el País Vasco y Navarra? Puede ser. Como puede ser que no quieran dar pretextos al PNV para subirse al carro desenfrenado del separatismo catalán. Pero hay otra posibilidad. Los dos partidos están pensando en el 21 de diciembre, cuando no haya una mayoría absoluta y necesiten aliados, sea para un pacto de legislatura, sea para una geometría variable. El PNV no tendrá muchos escaños, pero a veces hay que sumar a los pocos. Y no sería la primera vez.
Mucha tinta ha corrido el último año sobre el nuevo mapa político que se estaría configurando en España, sobre el fin del bipartidismo, las fuerzas emergentes y las nuevas alianzas a que obliga todo ello. La novedad atrae los focos, y los aparta de lo acostumbrado. Cuando no hay que descartar que suceda lo que es costumbre. No hay que descartar, en fin, que los socios de los dos grandes partidos, socios no amistosos pero dispuestos a la labor por una ganancia, sean después de todo los habituales en esas circunstancias. Uno de ellos, claro, clarísimo, es el PNV.