En octubre de 2017 hubo en Barcelona dos manifestaciones contra el golpe separatista. Fueron dos actos masivos, y especialmente el primero, de un éxito inesperado. La llamada Cataluña silenciosa, también silenciada, salió de repente a la calle, con la potencia de una fuerza que ha estado contenida, y lanzó una grave advertencia a un separatismo crecido, creído y acostumbrado a tenerse por dueño y señor del cotarro. El orador más aclamado del segundo acto contra el golpe separador fue Francisco Frutos, ex de muchos cargos, como el de secretario general del PCE, pero no ex de la izquierda ni del comunismo. Frutos, que acaba de fallecer a los 80 años, era un hombre de izquierdas, comunista de la vieja escuela, y como tal subió a la tribuna y dijo lo que dijo.
Frutos, por supuesto, se ciscó en el separatismo y más exactamente en el separatismo catalán, que fue el que le tocó de cerca. Su discurso circula por ahí en vídeo y en texto. La frase que más se resaltó entonces fue la que decía: "Soy un traidor a las mentiras y al racismo identitario". Porque el hilo de su intervención fue presentarse como botifler, como traidor, como traidor a unas creencias y esencias que exigen veneración, pleitesía y, si no, silencio y sumisión absolutas. Cuando la ideología nacionalista logra impregnarlo todo y comprar a todos, no hay otras ideologías, no hay otras visiones políticas, no hay adversarios: sólo hay traidores. Traidores a la tribu, por así decir. Y Frutos fue allí traidor a dos tribus, la separatista y la de la izquierda palanganera, como él mismo diría, del separatismo.
No es cuestión aquí de criticar ni alabar una trayectoria política que empezó bajo la dictadura, cuando se unió al PSUC y a CCOO, a principios de los 60. Sí de resaltar que su repulsa del separatismo era la lógica y coherente con su filiación política. A nadie tendría que extrañarle. Porque lo extraño no es que alguien en esos parámetros ideológicos esté en contra del separatismo, más aún del separatismo de los ricos. Lo extraño es que esté a favor. Lo raro, lo anómalo es que el grueso de la izquierda catalana, y de la española, haya bailado el agua al separatismo tanto tiempo. Pero esa memoria política se ha perdido, se ha tergiversado y distorsionado hasta el punto de que la izquierda existente tiene por anómalas y traidoras posiciones como las que expresó Frutos en octubre del 17.
Cuando hizo su aparición en aquel acto contra el golpe, su propio partido, el Partido Comunista de España, le reprobó. ¡No nos representa!, gritaron. Claro, los representaban mejor Puigdemont, Mas, los Pujol. Y para los burguesitos separatistas, tan progres ellos, un comunista que se oponía a la autodeterminación de Cataluña y defendía la unidad de España en nombre de los trabajadores sólo podía ser un fascista. Confirmadísimo, tú, porque le aplaudieron los fachas. Ahora, a su muerte, han revuelto en la basura tanto los unos como los otros, tanto los separatas oficiales como sus palanganeros oficiosos. Destacaba en el revuelto un actor –y activista, dicen– de apellido Toledo, achacando a Frutos antiguas alianzas con reaccionarios y con "los fascistas de Societat Civil Catalana". Eso dice de un viejo antifranquista un tipo cuyo acto más heroico fue presentar una gala de los Goya.
Muchos de los que ahora reinan en la izquierda, de los que sí la representan, ni arriesgaron nunca nada ni saben tampoco nada de la tradición política a la que, de modo tan envanecido, pertenecen. Pero no son sólo los mequetrefes. Fue la propia izquierda la que cambió de destino y acabó en dócil muñeco de ventriloquía del nacionalismo separatista. Frutos habló tarde, pero habló. Otros ni quieren ni pueden ni saben.