El asesoramiento científico es básico para afrontar la epidemia. Pero la toma de decisiones no está en manos de los científicos, sino de los Gobiernos. Esto parece claro y lo dicen y repiten los científicos que contribuyen a elaborar las estrategias contra el virus. Muy a su pesar, sin embargo, están siendo objeto, en distintos países, no de críticas, lo cual es lícito y hasta necesario, sino de ataques, amenazas y manipulaciones destinadas a desprestigiarlos.
El virólogo alemán Christian Drosten, uno de los investigadores que más se ha destacado por estudiar el virus y por difundir información a través de los medios, confesaba días atrás que recibe amenazas de muerte. Para muchos, decía, "soy el tipo malo" que ha provocado el cierre de la economía. Ahora afronta también las descalificaciones, muy poco fundadas, de un poderoso grupo mediático. En el Reino Unido, los miembros del SAGE (Grupo Asesor Científico para Emergencias) han tenido su cuota de amenazas de muerte y de insultos en la calle, y tanto por recomendar (supuestamente) una estrategia de inmunidad de rebaño como por aconsejar el confinamiento. Basta echar un vistazo en las redes sociales de científicos de distintos países que han estado en primera línea para comprobar que esa clase de episodios no son excepcionales.
La magnitud de la epidemia, las catastróficas consecuencias en mortalidad y contagios, la dimensión de las medidas adoptadas, la perturbación que ha supuesto en las vidas y economías de tantos países, la extensión de los perjuicios ocasionados, todo ello ha dado lugar a una situación extrema. Es el tipo de situación en el que cobra fuerza la tendencia a buscar chivos expiatorios. Y está en la tradición, si nos remontarnos a episodios epidémicos del pasado donde esa búsqueda se hacía y terminaba horriblemente. Pero lo que está ocurriendo ahora es algo tan paradójico como que sean los científicos los candidatos al papel de chivo expiatorio o directamente al de culpable. No es del todo una sorpresa. Durante la gran crisis económica, fue ya notable el rechazo y la impugnación de los expertos.
Una de las acusaciones que, en esta epidemia, enfrentan con frecuencia los científicos es que cambian de opinión. Pero si cambian porque el conocimiento del coronavirus aumenta y deja obsoleto el que había antes, acusarlos de eso es como acusarlos de ser científicos. Hacerlo es lo propio de su trabajo. No se les puede aplicar el mismo molde que a los políticos y tenerlos por veletas o por no fiables por esa razón. ¿Qué tendrían que hacer para ser fiables, según esa idea? ¿Ignorar la nueva evidencia empírica? ¿Aferrarse a un criterio y no revisarlo? En el caso de un virus desconocido, que se está estudiando a marchas forzadas, lo de mantenerla y no enmendarla sería una barbaridad.
Los británicos han tomado una decisión controvertida para proteger a los asesores científicos de las consecuencias indeseadas –y conocidas– de la exposición pública. Van a aplazar la publicación de los documentos y las actas de las reuniones del SAGE hasta que pase la epidemia. E igual con los nombres de los cientos de científicos que están colaborando: no se harán públicos, salvo que así lo quieran los interesados, mientras no se llegue al final de la emergencia.
Sir Patrick Vallance, el asesor científico principal del Gobierno, lo ha justificado en razón de los protocolos de seguridad y para evitar las presiones e influencias. Hay mucho desacuerdo. Y no es fácil, ni debería serlo, inclinarse por una posición u otra. Los que creen que el conocimiento público inmediato de esa documentación permite detectar errores y avanzar mejor tienen razón. Pero también tiene razón Vallance. Hay circunstancias en las que la transparencia no aporta sólo ventajas. Tiene costes y es necesario sopesar una cosa y la otra. Claro que, a veces, desde algunas torres de marfil, se pierde de vista cómo es la realidad del mundo.