La capacidad del separatismo catalán para encajar frustración, derrota, engaño, falsedad, deserción o traición no será ilimitada, pero de momento no ha llegado a topar con ninguna barrera infranqueable. Algunos dirían "tragaderas", pero el término suele llevar una dosis de credulidad que, en este caso, no procede. Un buen ejemplo de la elasticidad con la que se integra todo, en plan lo que no mata engorda, o todo se justifica y se disculpa, es el posicionamiento ante el major Trapero, en concreto, ante su metamorfosis. He ahí a un cargo de confianza crucial, en un puesto y un destino que sólo recaen, al menos en circunstancias como la de aquella Administración, en personas que estén en sintonía con el sanedrín político, que va y se declara públicamente en contra de todo lo que hizo aquel sanedrín, y hasta proclama que estaba dispuesto, y bien dispuesto, a detenerlo y llevarlo al calabozo. ¿Cómo digerir esa pública y notoria deslealtad, ese acto que prácticamente es de apostasía?
No problemo. Se entiende, por supuesto, aunque nadie lo vaya a explicitar de un modo tan directo y grosero, que en una estrategia de defensa vale todo y mentir, bueno, es legítimo. Se entiende que es lícito defenderse y que, dentro de lo lícito, se acomoda perfectamente un distanciamiento de la verdad que llega hasta el punto en que la verdad se da la vuelta y se convierte en su opuesto. El independentismo comprensivo dará a entender que Trapero miente cuando traiciona y con esto mitiga la cólera de los fanáticos, unineuronales que no entienden de sutilezas. Así, el major seguirá siendo de los nuestros a pesar de lo que declaró como testigo del juicio de Junqueras y compañía, y pese a lo que está declarando en el juicio propio. No toméis sus declaraciones en su literalidad, aconsejarán sibilinamente los comprensivos: es astucia. Como decía el otro: hay que engañar al Estado. De ahí a la jugada maestra, un pequeño paso.
Nadie, por lo demás, salvo los muy cargantes fanáticos –y los que sólo son fanáticos son pocos y nada pintan–, pedirá al major Trapero que sacrifique su vida por la causa independentista. ¡Cómo se lo van a pedir, si no la han querido sacrificar otros a los que tocaba hacerlo! Pero es así: una de las características de este separatismo, una extendida por toda su geografía humana como una epidemia, es que elude y evade en lo posible el sacrificio personal. Más aún, todo el ensueño, por decirlo a lo Marchena, se funda y se alimenta de la gratuidad: de la promesa, absoluta y radical, de que no hay costes ni los habrá. A partir de ahí, está claro como el agua que no se le puede pedir a nadie que asuma un coste personal. Si tiene la opción de no hacerlo, vía libre.
Todo esto, sin embargo, queda lejos de explicar lo que siente el separatismo ante el major Trapero. Su caso es único, muy distinto al de los siempre insatisfactorios y reemplazables dirigentes políticos. Lo de Trapero no se puede entender sin su actuación pública, sin aquellas comparecencias tras los atentados islamistas del 17 de agosto en Barcelona. Los que le vimos aquellos días, sin prejuicios, sólo vimos que, en los primeros momentos, no tenía ni idea de lo que había pasado. Pero allí estaba, como al mando, poniendo firmes, sobre todo, a los periodistas. Y al separatismo con pretensiones, aquel hombre uniformado y armado le puso. Les puso oníricos. Lo vieron controlando la situación –¡y el territorio!– y cayeron en el ensueño. Soñaron que allí, entonces, ya tenían un Estado independiente, con su fuerza armada propia, profesional, tranquila, fría, nada española, sino muy nórdica. Era el policía soñado de la Dinamarca del Sur. Cayeron rendidos. Tanto que no importó que fuera de Santa Coloma. El independentismo encaja las disonancias del major Trapero como las encaja, en su incertidumbre, el enamorado. Fue un flechazo.