No puedo decir con seguridad si al final de la década de los setenta se llevaban los pantalones acampanados y los zapatos de plataforma. En cambio estoy segura de que la muy minoritaria extrema izquierda española tenía entre sus reivindicaciones, a cada cual más improbable, el derecho de autodeterminación. El derecho de autodeterminación para los pueblos… de España, se entiende. Y entiéndase: había que hacer encaje de bolillos para no poner "España", la innombrable. Generalmente se empleaba "Estado español", sin reparar en que también el enemigo, la dictadura franquista, gustaba mucho de aquella expresión estatal. En su Congreso de Suresnes, 1974, el PSOE solventó el problema reclamando el derecho de autodeterminación para las "nacionalidades ibéricas", si bien no metía en el mismo saco, ¡menos mal!, a Portugal.
De todo aquello nada quedó. Ni siquiera los pantalones de campana, que alguna vez han vuelto, aunque, por más que se diga, nunca en su versión original. Tan es así que los nacionalistas catalanes, cuando desenterraron estos años la momia de la autodeterminación, la renombraron "derecho a decidir". Fueron conscientes de que la autodeterminación era como el viejo acampanado: ni cuadraba ni tenía pegada. Ni por el mundo adelante iban a comprar tal mercancía para un país como España, ni dentro podía atraer a más devotos que en los setenta. Así que cambiaron el nombre, cambiaron la marca, aunque nada de eso cambió la naturaleza del producto. Y justo cuando el producto renombrado había perdido su lustre va Podemos, tercer partido en las elecciones generales, y se lo compra.
Uno puede atribuir esta adquisición en los saldos a las alianzas que ha forjado Iglesias con nacionalistas de variado pelaje. Algunos son de toda la vida, como Beiras. Otros son como Colau y reclaman el referéndum para votar en contra, una delicia surrealista. Bien, si fuera así, Podemos está poniendo como condición sine qua non los referendos de independencia por pura dependencia de sus aliados en Cataluña, Galicia o Valencia. Se trataría de mero tacticismo, del precio a pagar por mantener en el redil a quienes van a montárselo por su cuenta en el Congreso, con grupos parlamentarios propios, y de una causa en la que, en el fondo, los dirigentes de Podemos no creen.
Hay, sin embargo, indicios de lo contrario. Por eso me remontaba a los setenta. Los fundadores de Podemos viven en esa década. Diría que entre 1975 y 1978, para mayor aproximación. Cuanto hablan, cuanto escriben, trasluce la nostalgia por esa época: una que no vivieron, que conocen de segunda mano, de la que les ha llegado únicamente la mitología. No dejan de referirse a ella. Han imaginado un tiempo pletórico de luchas y movimientos de masas, preñado de lo que pudo ser y no fue.
No en vano despreciaban lo que fue: la Transición. No en vano se proponían romper su principal obra: la Constitución, un candado. No en vano querían un proceso constituyente para volver a ese año cero imaginario: al momento en que había una izquierda auténtica, una izquierda tan auténtica que asumió el relato de los nacionalistas sobre España, es decir, contra España. A aquellos instantes gloriosos cuando toda la extrema izquierda, que cabía en un autobús, y el PSOE, que cabía en un taxi y andaba descolocado a la vuelta de sus vacaciones, estaba por la autodeterminación. ¿Cómo iban a resistirse los dirigentes de Podemos a rescatar los viejos pantalones de campana de sus padres?