En España estamos asistiendo a una paradoja interesante. Hay una desconfianza generalizada en la clase política, como siempre ha habido en las últimas décadas, aunque ahora sea más intensa. Al tiempo, y a juzgar por los sondeos, un sector notable del electorado ha decidido confiar en un grupo de políticos cuyo desempeño desconoce. Me dirán que lo segundo, con lo que me refiero al auge del podemismo, es fruto de lo primero, y bien. Pero es chocante, en cualquier caso, que se recele de los políticos y al tiempo se deposite confianza en unos recién llegados al tablero, que no son precisamente unos sensatos reformistas.
La desconfianza hacia la clase política es una constante de las últimas décadas, y es un desafecto que ha ido acompañado de bajos niveles de interés por la política. Hace cuatro años, un estudio del sociólogo Víctor Pérez Díaz sobre los jóvenes españoles en el marco europeo mostraba que ellos eran de los que menos se interesaban por la política y de los que más desconfiaban de los políticos. Similares resultados han arrojado los sondeos que comparaban las actitudes de los españoles, de todas las franjas de edad, con las de los ciudadanos de otros países europeos. En suma, no nos interesa (o no nos interesaba) la política y a la vez desconfiamos profundamente de quienes la ejercen.
Ese desinterés parece contradecirse con el hecho de que las elecciones generales, y otras según los casos, suelen concitar altos niveles de participación. Pero esta combinación curiosa puede ser signo de un afán por desentenderse del sistema político: nosotros votamos masivamente, así cumplimos, y el resto es cosa vuestra (de los políticos); no vamos a estar pendientes de controlaros. Naturalmente, lo primero que hay que tener para ejercer vigilancia sobre las actividades políticas es información, y el interés por ella es (o era) escaso. Aunque eso no es todo. También hay renuencia a colaborar en la resolución de los problemas comunes: nuestro grado de asociacionismo es bajo, la desconfianza en los demás es alta.
Tan prolongados desinterés y desafección ciudadanos tienen, seguramente, explicaciones históricas y culturales. Pero ha contribuido el tipo de política que se ha hecho en España. Las enconadas batallas partidistas generan desconfianza y no aportan claridad sobre los asuntos públicos. Por ejemplo: ante una situación tan grave como la crisis económica los grandes partidos, aunque no sólo ellos, se han limitado al eslogan fácil y a culpar al otro. Un problema que ya es de por sí extraordinariamente complejo se vuelve así incomprensible, lo cual da pie a que prendan explicaciones simples y falaces, al igual que la creencia en soluciones mágicas.
Soluciones mágicas como que bastará cambiar a los malos políticos que hemos tenido por otros buenos. Y soluciones drásticas como la que preconiza el podemismo: tirar al vertedero, íntegramente, el sistema político construido en la Transición. Es decir, nada de reformitas, sino ¡otra vez! ruptura. E igual, en esto, el independentismo catalán. Nos encontramos así con este regalito: de la sempiterna desconfianza hacia los políticos ha nacido una confianza en los políticos que ofrecen las aventuras más inciertas. Para hacérselo mirar.