Hace pocas semanas, el quid para contener la epidemia en España se cifraba en test, trazabilidad o rastreo. Allí donde subían los casos, la culpa, maldita culpa, era de Gobiernos autonómicos malos que no habían contratado el número de rastreadores que recomendaba el consenso internacional que conviniera. De aquello, sin embargo, nada queda ya. Como tampoco queda nada de los planes que compuso, a grandes brochazos, el Gobierno para evitar un crecimiento exponencial del virus. Fracasados los planes, nadie reconoce el fracaso. Y así, la discusión ha pasado del rastreo a los confinamientos perimetrales, y de ellos a estados de alarma y toques de queda, como si fuera una secuencia inevitable.
La epidemia se repite. Yo también. Las autoridades políticas y sanitarias tienden a recurrir a las medidas más excepcionales antes que a poner en pie sólidos sistemas preventivos. Incapaces de frenar la transmisión del virus antes de que se vuelva comunitaria; incapaces de incentivar el testado entre los grupos de población que lo rehuyen porque ven peligrar su medio de vida; incapaces de impedir actividades que están, según dicen, en el origen de muchos brotes por las vías que ya tienen a su disposición, van y se lanzan raudas a la excepcionalidad. Ahora es la hora del toque de queda. Porque lo ha puesto Macron. Porque sí. Porque no queda otra. Está claro que el modelo que guía sus pasos no es el surcoreano ni el japonés. Pero ¿hay algún modelo?
Hay un gran debate. Ahí fuera. Sus términos están representados, de un lado, por la Declaración de Great Barrington, del 4 de octubre; del otro, por el Memorándum John Snow, del 14 de octubre. Mantienen posiciones opuestas, pero hay una coincidencia. Los dos reconocen los efectos perjudiciales de los confinamientos o lockdowns, que no reducen sólo a los económicos. Los de Great Barrington están claramente en contra de imponerlos. Proponen que la población con menor riesgo vuelva a hacer vida normal y pueda constituirse una inmunidad de grupo que proteja al conjunto. Los de John Snow discuten y rechazan esa opción, por sus altos costes en mortalidad y en secuelas, pero dejan claro que los períodos de confinamientos deben utilizarse para introducir “sistemas efectivos de control de la pandemia” que no sean tan disruptivos.
En España no se aprovechó la tregua. Los sistemas de control han fracasado. No se explica cómo ni por qué. Pero se cierra y confina con una alegría que da gusto.