Desde que se habla tanto de populismo, una de las descripciones más populares del populismo es, entre nosotros, ésta: populismo es decirle a la gente lo que quiere oír. Aunque habría que precisar de qué gente estamos hablando, pues gente es un término cargado por los populistas, es cierto que los populistas son gente tan complacedora como autocomplaciente. Pero en modo alguno son los únicos que quieren complacer. Decirle al público lo que quiere oír, decir a cada público lo que a ese público le gusta oír, halagarlo descaradamente, en fin, no es rasgo específico del populismo. Es un recurso tan común en política que muchos aseguran que es lo propio de la política.
El discurso político iría, así, siempre a remolque de algún estado de ánimo preexistente, al punto de que no ir jamás a contracorriente del sentir del público vendría a ser la regla número uno de cualquier gobernante, no digamos de cualquier candidato en unas elecciones. De ahí que resultara tan excepcional lo que hizo el candidato Macron hace una semana en Amiens, su villa natal, delante de un nutrido grupo de huelguistas de una factoría de Whirlpool amenazada de deslocalización.
Macron tenía planeada una visita para hablar de la situación de la empresa con varios representantes sindicales. Mientras celebraba la reunión en una sala de la cámara de comercio, supo que Marine Le Pen se había presentado por sorpresa en la fábrica. Y no sólo. Porque Le Pen, que había preparado perfectamente la visita sorpresa, fue allí para dejar en evidencia a Macron: para decir y demostrar que el candidato centrista prefería "tomar unos pastelitos con unos pocos representantes que sólo se representan a sí mismos", antes que verse cara a cara con los trabajadores.
Allí estaba Le Pen haciendo lo que sabe hacer. Lo que saben hacer los populistas y cualquier demagogo de medio pelo. Ella estaba con los trabajadores, con los afectados, con las víctimas de la globalización, frente a los "oligarcas", los "patronos" y aquel desdeñoso tecnócrata elitista que se limitaba a hablar del asunto en un cómodo despacho, tomando petits fours. Cómo no, Le Pen prometió que, si ganaba, la fábrica no cerraría. La pondría bajo protección temporal del Estado y aprobaría un gravamen para los productos que fabricaran las empresas francesas en el extranjero. ¿Quién da más?
Reconozcamos que Le Pen puso a Macron en un trance complicado. Las imágenes de una Marine sonriente, entre trabajadores que le pedían selfies –los militantes del FN tienen buenas relaciones con los huelguistas–, le ponían exactamente en ese impopular papel de político alejado de la calle que únicamente pisa moqueta. De modo que Macron decidió ir a la fábrica y hablar con los huelguistas. Fue recibido con abucheos y silbidos. Pero lo difícil vino a continuación. Lo difícil es decirle a un público enfadado y ruidoso que aquello que pide no puede ser. Más aún: que no le conviene. Macron lo hizo. No prometió que la fábrica continuaría, confirmó que no prohibirá el despido, y dijo que un cierre de fronteras ocasionaría la pérdida de muchos más empleos. Es probable que en esa hora que estuvo con los huelguistas no ganara un solo voto.
Arengar sale gratis. Explicar cuesta. No hay recompensa inmediata por decirle al público algo que no quería oír. A cambio, puede que ganes su respeto. Lástima que sean tan escasos los que se atreven a contravenir la regla de complacer a la audiencia. Lástima que el público premie poco la verdad en política, aunque a la vez, sublime contradicción, deteste la mentira.