Es muy llamativo que a nadie extrañe mucho ni escandalice demasiado la revelación de que la élite de la República Popular China dispone de cuentas opacas en paraísos fiscales. Porque, recordemos, China es un país comunista. En su día, cuando el comunismo era una ideología compartida por millones de creyentes, que sobre todo estaban en países no comunistas, unas revelaciones así hubieran sacudido ese mundo, como lo sacudieron la denuncia de las purgas stalinistas por Kruschev en los años cincuenta y, en otro orden de cosas, los aplastamientos de la revolución húngara en 1956 y de la primavera de Praga en 1968.
Todos esos acontecimientos provocaron crisis de conciencia en no pocos comunistas y forzaron a ciertos partidos fieles a Moscú a modificar, siquiera cosméticamente, su línea. Por otro lado, la constatación de los privilegios de que disfrutaban las elites, en clara contradicción con los ideales proclamados, fue decisiva para que muchos comunistas se hicieran disidentes en el seno de aquellos regímenes. Eso ha ocurrido también, desde luego, en China. Pero lo curioso del caso es que fuera de allí, en el resto del mundo, la exposición de las corrupciones del comunismo haya perdido la capacidad de conmocionar.
Esto es, en cierto modo, una buena noticia. Significa que los regímenes comunistas que quedan en el mundo ya no tienen proyección ideológica. Han dejado de cumplir la función de modelos, de faros que iluminaban el camino. Nadie, salvo algún botarate aislado, va por ahí ofreciendo Corea del Norte o la propia China como "paraísos de los trabajadores". A China no se la teme hoy porque vaya a expandir el comunismo por el mundo, sino por su poderío económico y financiero. Sólo la Cuba castrista despierta todavía la fibra militante en alguna izquierda que anda muy perdida, al rebufo de los movimientos populistas de Iberoamérica, que han adoptado a la comunista Cuba como mascota.
Aquellos peregrinos políticos, en término del sociólogo Hollander, que buscaban nuevas direcciones para su utopía –siempre a miles de kilómetros de su lugar de residencia– han desaparecido prácticamente del mapa. Eso no quiere decir, sin embargo, que la utopía colectivista haya pasado a mejor vida. La diferencia es que no tiene dirección a la que remitirse, que es pura referencia sentimental. Y quienes aún ostentan y hasta presumen de la etiqueta comunista se han desplazado al más chabacano de los populismos. Basta oír aquí a Izquierda Unida, al tal Centella. Pero en esa forma bastarda, sin Edén que ofrecer en la Tierra, lo que resulta muy conveniente, el comunismo sigue gozando de prestigio. Un prestigio a prueba de paraísos fiscales y, huelga decir, siniestro.