El único debate con los máximos dirigentes de los cuatro partidos ya será agua pasada. ¿Quién lo recuerda? Habrá en estos momentos otros programas en que los políticos estén compitiendo por la atención del elector-espectador. Pero el debate estrella de esta campaña bis merece comentario por un olvido, que es más significativo que el resultante de su entierro bajo la avalancha de nuevos espectáculos. Al día siguiente del duelo entre Rajoy, Sánchez, Iglesias y Rivera, no se hablaba de ninguna de las propuestas que allí formularon los candidatos. Sólo se comentaban las estrategias: cuáles eran las de cada uno y si les habían salido bien.
Los propios partidos hicieron sus valoraciones en ese registro. Uno pretendía dar imagen de solidez y consistencia y estaba seguro de haberla transmitido. Otro quería romper el duopolio Rajoy-Iglesias y pensaba que lo consiguió. Un tercero deseaba presentarse como la única alternativa al PP y quedó convencido de haberlo logrado. Y un cuarto entendía que había salido reforzada su estrategia de ir al ataque. Maravilloso. Todos contentos. Pero esas valoraciones componen, si acaso, la crónica de un enfrentamiento, con su pequeño historial de ataques y contraataques. No es la crónica de un debate en el que se lanzan unas cuantas propuestas centrales y se someten a discusión.
En diciembre, aún fue objeto de alguna polémica en los debates el contrato único que planteaba Ciudadanos. Esta vez, ni eso. El bloque económico consistió en que cada dirigente lanzara su retahíla de datos (muchos erróneos) y su batiburrillo de ofertas (todas generosas), sin que las segundas pasaran un examen de costes y viabilidad. No faltaron los gráficos, que deberían estar penalizados, pero la UE y la Eurozona parecía que no existían. Así, Iglesias pudo decir que haría una política expansiva sin que nadie le contradijera. Las restricciones a las que está sometida la economía española se levantan en campaña para que los partidos puedan prometer lo que no pueden prometer, y retornan después como una ducha fría que acaba de golpe, dolorosamente, con la borrachera.
Es probable que el electorado cuente con ello, que nadie se crea ni la mitad de la mitad de lo que sueltan por la boca los candidatos, y que por eso las propuestas sean lo de menos. Lo que se busca es otra cosa y lo que dan los partidos, también. Cuando las propuestas tienen tan poco valor y crédito es que no existe el hábito de compararlas, valorarlas y debatirlas, de entrar en sus ventajas e inconvenientes. Cierto, a la hora de elegir siempre nos basaremos en la experiencia, en la confianza, en la mayor identificación con las ideas y valores de un partido. No daríamos abasto si tuviéramos que estudiar cada uno de los programas, ni tendríamos conocimiento suficiente sobre todos los asuntos como para decidirnos. Pero si se debatieran las propuestas mejoraría la información del elector. Y algunas quedarían retratadas como lo que son: brindis al sol, engaños, trucos de prestidigitador.
Seguramente no ha habido nunca aquí, ni en parte alguna, un equilibrio entre la identificación, más emocional, con un partido y la información, más racional, sobre las propuestas. Pero lo curioso es que la reciente fragmentación haya inclinado más la balanza hacia el elemento emocional. Como si el mayor interés por la política no hubiera traído, como parecería lógico, más disposición a explorar las propuestas políticas, sino a ver, percibir o sentir con qué dirigente y partido se identifica uno más: con cuál se conecta más. Claro que esto requiere menos esfuerzo.
"La proliferación de debates y charlas de sofá con políticos confirma el temor de que aumentar la competencia entre partidos, lejos de mejorar la calidad de la discusión política, la trivializa", escribía Benito Arruñada cuando la campaña electoral de diciembre. La nueva campaña no está mejorando a la anterior. Al revés. Cuantos más debates, menos se debate de verdad. Y esto no sólo es resultado de las malas artes de los vendedores de humo. La pobreza de nuestro debate político, decía también Arruñada, guarda relación con "nuestro pobre concepto de decisión social: no queremos elegir por nosotros mismos y entre opciones costosas, sino por persona interpuesta e, idealmente, entre magias alternativas". El cinismo de no creer apenas nada de lo que dicen los políticos lleva paradójicamente a creer todavía más.