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Crispando

La crispación es siempre la 'crispación de la derecha'. La izquierda no crispa. No está en su bendita naturaleza.

Es una pena que no exista, o no pueda yo encontrar, una historia de la crispación en España. Sería una historia de cómo aparece y reaparece la idea de que hay una gran crispación en la política y de que esa crispación es el resultado de una estrategia. Perfectamente deliberada, huelga decir, como se supone que son las estrategias. Las circunstancias propicias para que aparezca la crispación son relativamente fáciles de describir. La espantosa criatura, tanto por fea como por dañina, tiende a emponzoñar nuestra política cuando llega al Gobierno el Partido Socialista, que es, como se puede deducir, el principal damnificado o su primera víctima. Y se deduce igualmente dónde están la mano que mece la cuna, la garganta que suelta sus salvajes gritos y el cerebro que diseña su enloquecido y permanente berrinche.

No podían estar en otro sitio. En realidad, la crispación es siempre la crispación de la derecha. Es la criatura repelente y grosera que personifica la innoble conducta de la oposición derechista, y que los socialistas invocan cuando pasan momentos difíciles –o cuando los ven venir–. De hecho, la primera gran aparición de la crispación fue en el último mandato de Felipe González, bautizado, estratégicamente, por periodistas e intelectuales próximos al partido, como "la legislatura de la crispación". Lo que ocurrió en esos años fue que la derecha, reorganizada en las siglas del PP, disputó por primera vez seriamente, desde 1982, la hegemonía política a un PSOE asediado por los casos de corrupción y otras crisis. Eso, naturalmente, era algo impensable e intolerable desde la perspectiva socialista.

Una vez que ganó las elecciones, el PP siguió alimentando la crispación. Más aún, o sobre todo, cuando ganó por mayoría absoluta. En esos momentos se crispa al máximo. Cuando Aznar propuso ilegalizar a Batasuna, el brazo político de ETA, iniciativa a la que se unieron finalmente los socialistas, se levantó un rugido nacionalista contra la crispación. Pero en el País Vasco los nacionalistas ya acusaban de crispar a cualquiera que moviera un dedo contra ETA. Si el grupo ¡Basta Ya! organizaba un acto o una manifestación contra la organización terrorista en San Sebastián, el PNV vaticinaba invariablemente más crispación.

Precisemos. Durante aquel último mandato de Aznar, no provocó crispación convocar grandes manifestaciones contra el Gobierno por lo del Prestige y el Noalaguerra. Tampoco crisparon las huelgas generales correspondientes. Nada de eso causó crispación porque la izquierda no crispa. Crispar no está en su bendita naturaleza. De modo que para que reapareciera ese clima irritante hubo que esperar al mandato de otro socialista. Con Zapatero, la crispación fue de tal envergadura que la Fundación Alternativas compuso un informe entero sobre el asunto. Atribuía la crispación no ya a una estrategia perfectamente planificada por el PP–quién lo diría–, sino a una estrategia de los neocon. Incluso identificaba al jefe norteamericano de los crispados: era un asesor de Bush llamado Karl Rove. Al punto de que en el informe se llamaba a los del PP "epígonos castizos de los neocons estadounidenses".

Hasta ahora, la crispación era siempre un estado de irritación y fricción extremas que provocaba el PP. Quizá se diversifique ahora la autoría. Y si ya no pueden citar a los neocon como inspiradores, citarán a otros maestros en malas artes. Lo que no cambia de ninguna manera es el recurso al comodín de la crispación. Ya se ha dado cuenta, en la prensa, de los primeros avistamientos. Esta va a ser, señores, otra legislatura de la crispación. Porque los socialistas, así lo ven ellos mismos, cuando están en la oposición, hacen oposición: una oposición leal, noble, contenida, educada, sin aspavientos, sin insultos, sin gritos. Pero la derecha, ay la derecha, lo que hace no puede ser oposición; tiene que ser crispación.

Regresa por enésima vez la imaginaria criatura, un poco artrítica después de tantos años, con cierto olor a naftalina, demostrando que, a pesar de tanto gurú de comunicación, en el PSOE cuesta mucho innovar.

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