A principios de abril di aquí noticia de un Manifiesto contra el confinamiento. Las tesis de los cuatro firmantes provocaron gran polémica. Pensaban –resumo sin matices– que el confinamiento general de la población no iba a evitar muertes por covid-19 a medio y largo plazo e infligía daños tan graves a la economía que estaba contraindicado. En su lugar, proponían medidas de protección personal, con especial atención a los grupos más vulnerables, aunque asumían que su posición implicaba una voluntad de sacrificio por parte de las personas mayores a fin de que los más jóvenes pudieran salir adelante sin tener que pasar por una (nueva) hecatombe económica.
En aquel instante, esas tesis contradecían la opinión instalada, altamente favorable al confinamiento más estricto. De ahí que fuera interesante presentar el contraste que ofrecía el manifiesto. Cuando todo el mundo está convencido de que hay que ir en una dirección, conviene escuchar a quienes recomiendan elegir otra. Es la manera de avanzar en la búsqueda de soluciones, que nunca son las óptimas: sólo las menos malas posibles. La corriente opinativa cambiaría no mucho tiempo después. Surgieron con fuerza posiciones contrarias al confinamiento, basadas en experiencias de otros países, y entonces lo que hubo que hacer fue contrastarlas con las opuestas y con la experiencia acumulada, que ya estaba disponible.
De aquella polémica tiene hoy especial vigencia un aspecto que quedó relegado en el caos de la emergencia. La protección de los más vulnerables se ha situado en el foco, con inexcusable retraso, desde que la extrema incidencia de la epidemia en las residencias, el modo en que se respondió desde unos servicios sanitarios desbordados y la elevada mortandad de personas residenciadas han pasado a ser munición de la batalla política partidista. Pero la cuestión de fondo, y una que la instrumentalización política impedirá abordar, seguirá ahí interpelándonos. Porque es fácil decir que hay que proteger a los más vulnerables, pero es mucho más complicado hacerlo. La pregunta no tiene sólo interés retrospectivo. Es crucial de cara al futuro inmediato.
Para responderla habrá que partir de una valoración del resultado. ¿Se logró protegerlos? En muchos de los países donde la epidemia tuvo mayor incidencia, la respuesta en términos generales es: no. Sólo se consiguió parcialmente, y en el caso de las residencias de mayores menos aún. Cada país tendrá que examinar qué falló. Si los fallos se debieron al colapso por la enorme presión de la oleada o a causas menos coyunturales. Pero la conclusión, por amarga que sea, es que se fracasó mucho más de lo deseable y mucho más de lo que se podía esperar. Y cuando se fracasa de ese modo, hay que preguntarse si es realista pensar que se puede tener éxito.
Todo el mundo estará de acuerdo en que la protección de los más vulnerables a este nuevo coronavirus es prioritaria, puesto que son los que sufren los efectos más graves y son los que pueden morir. Son, digámoslo con dura claridad, los que todavía pueden morir, ya que parte de ellos, desgraciadamente, murió en la primera oleada. Pero ¿qué vamos a hacer ahora? ¿Decirles que se confinen voluntariamente, como sugerían mis amigos del manifiesto? ¿Que no salgan ni vean a nadie hasta que haya vacuna? No parece realista. ¿Bastarán las medidas de protección personal? ¿Cómo protegeremos a las personas que no se pueden proteger a sí mismas? ¿Cómo asegurar las residencias?
Todo eso requiere una detallada reflexión. Porque si hay nuevos brotes, por rápido que se detecten, se cebarán de nuevo en los vulnerables. Poco se habla de ellos, sin embargo, salvo para decir que sí, que claro, que naturalmente, que hay que protegerlos. La gran cuestión es cómo. Mientras no haya planes de protección precisos, "proteger a los vulnerables" no es más que un bonito lema que sirve únicamente para tranquilizar conciencias.