Uno puede necesitar, en algún momento, el voto de sujetos o partidos poco recomendables. O directamente indeseables. Uno se puede ver obligado, incluso, a alianzas muy coyunturales con el diablo. Eso es así, puede ocurrir y ha ocurrido. En la historia política, en todas las épocas y lugares, hay ejemplos. Pero hay algo que nunca es obligatorio. Ni siquiera necesario. Porque no es preciso dar, en vivo y en directo, pruebas fehacientes de un sometimiento completo a esos poco recomendables o indeseables con los que uno, por los motivos que sea, se ha tenido que asociar. Sin embargo, esto fue precisamente lo que hizo y mostró Pedro Sánchez en las sesiones de investidura.
Lo hizo con la Esquerra y con Bildu, los dos socios más perniciosos que ha subido al carro de su presidencia. Nada le impedía tomar cierta distancia de ellos, guardar la preceptiva distancia de seguridad. Era perfectamente posible no fustigarlos y, a la vez, mantenerlos fuera de la zona reservada para socios de mejor condición. Podía haber evitado dar la impresión de que había, entre él y ellos, algo más que la descarnada maquinaria de la necesidad política. Hay tonos y modos que transmiten distancia, frialdad, superioridad y diferencias irreductibles sin poner en riesgo la transacción. El político, el político con experiencia y habilidad, solía tener facilidad para hacerlo. Tanta, que parecía innata. No es necesario exhibir que se está a partir un piñón: eso es de colegiales. Mucho menos está escrito que haya que bailarles el agua y reírles las gracias a esos con los que, se supone, hubieras preferido no tener que pactar.
Con el partido de los herederos de ETA adoptó una posición cabizbaja, como si así estuviera poniendo alguna barrera. No era la mejor postura para la ocasión. Ya que no iba a replicar, y no replicó, a las andanadas contra el Rey y otras; ya que se iba a limitar a decir que sus "serias discrepancias" con Bildu eran "de presente, de futuro, pero también de pasado, y ahí me quedo", bueno, por lo menos, cabeza alta. Y no hacía ninguna falta lisonjear con coincidencias en la ecología –ni en nada– a un partido al que el único hábitat que le interesa conservar es el de la comunidad del odio. Puesto que Sánchez no podía explicar cómo había perdido por el camino el compromiso de "con Bildu no", lo mínimo era enclaustrarse en la reserva y la circunspección.
La jactancia del portavoz Rufián, decidido a exponer ante el independentismo irredento la capacidad de la Esquerra para sentar donde le dé la gana al Gobierno español, obligaba a un ejercicio de contrapeso y neutralización. Pero Sánchez, por lo que se ve, no tiene la flexibilidad del junco, sino la blandura de la esterilla. A las voces amenazantes del diputado –"Si no hay mesa, no hay legislatura"– contestó deshaciéndose como azucarillo, agradeciéndole el tono, ¡precisamente el tono!, y dulcificando con humorística sonrisita, o eso pretendió, el anuncio de que en "algo" iba a discrepar. Poca cosa, no fueran a preocuparse.
El instante verdaderamente significativo fue cuando trazó la línea divisoria. Porque esos son los momentos de la verdad. Cuando puso, muy deliberadamente, a la Esquerra en su parte del campo, y colocó en la otra, como adversario común, a la derecha. "No voy a contar con una oposición leal", dijo Sánchez. "Pero esa es la desgracia que tenemos en España", y a continuación (no es literal): pero qué le voy a contar a usted, señor Rufián, también sufre usted a la derecha y a la ultraderecha. De modo que el PSOE y la Esquerra, juntos en el padecimiento. El PSOE y un partido contrario a la nación española y a la Constitución, juntos frente a los que defienden ambas. El PSOE y uno de los partidos que organizó el levantamiento sedicioso del 1-O, juntos y contentos de estarlo, en especial, los socialistas. Que los otros tienen más reservas.
No está nada mal para una sesión de investidura. No está nada mal como preanuncio de un presidente del Gobierno de España. Y era absolutamente innecesario. Más aún cuando ni siquiera la decisión de la Junta Electoral Central sobre Torra y Junqueras llevó a Esquerra a boicotear la investidura. Iban a pringar. Pero Sánchez quiso dar pruebas de sumisión. Y al hacerlo, siendo como era innecesario, mostró su debilidad. Su debilidad como político, y la debilidad de su Gobierno. A fin de cuentas, desde su mismo nacimiento, esta coalición de fuerzas es una coalición de debilidades.