El presidente Rajoy vertebró su discurso en torno a un juicio de intenciones. Pedro Sánchez aceptó el encargo de formar gobierno, a sabiendas de que no lo conseguiría, sólo para tener un mes de tiempo a fin de preparar su campaña electoral. Quería marear la perdiz porque lo que estaba en juego era su propia supervivencia política. La de Sánchez, esto es. Marear la perdiz debe de ser la única fórmula despectiva o burlesca que no empleó Rajoy para referirse al intento de Sánchez. Lo calificó sucesivamente de farsa, comedia, comedia de enredo, vodevil, rigodón con cambio de parejas, torre de Babel, solemnes palos al agua y finalmente bluf, cosa que explicó acudiendo al diccionario de la Real Academia.
Como "ejercicio de demolición iconoclasta", por usar una de las expresiones que el presidente dedicó al acuerdo PSOE-C’s, el de Rajoy no estuvo nada mal. Despertó el entusiasmo de su bancada y seguramente de los suyos en general, incluida una parte de sus votantes. Pero no hace falta esperar siquiera a que se asiente la grande polvareda que levanta una batalla dialéctica para encontrar lo que se ha perdido: una oportunidad para romper filas. Una ocasión para aceptar que no es posible un gobierno de derechas ni es deseable un gobierno de gran coalición como el que quiere el PP, aunque quién lo diría después del discurso de su dirigente.
Con una artillería retórica menos vistosa que la del presidente en funciones, el candidato Sánchez trazó en su discurso de investidura un análisis básicamente correcto de la situación. No hay mayoría, dijo, para un gobierno de izquierdas. Y es verdad. No la hay tampoco para un gobierno de derechas. Y es verdad. De ahí que Sánchez concluyera que el mapa parlamentario obliga a un mestizaje ideológico. A la impureza, en otras palabras.
Puso, sin embargo, un límite al mestizaje al rechazar una gran coalición liderada por el PP. Dijo que no había mandato para ello, y esto es discutible, como lo son todas las demás alusiones al mandato de los votantes: el electorado no habla con una sola voz, no es un sujeto colectivo. Pero el hecho es que los votantes han dejado al PP en la posición de minoría mayoritaria en la Cámara, y que sólo podría gobernar con el apoyo del PSOE. También en esto tenía su parte de razón Sánchez: cualquier alternativa de gobierno pasa por la implicación de los socialistas. Y todo el mundo sabe que apoyar al PP tiene para el PSOE un precio demasiado alto: dejaría el campo libre a Podemos en la izquierda. Más aún: le dejaría el monopolio de la oposición a ese partido. Sólo los que hacen política para el corto plazo pueden cerrar los ojos a las consecuencias de ese escenario.
Si Sánchez fue claro y tajante en su rechazo a Rajoy, no lo fue menos Rajoy en su rechazo a Sánchez. Pero no se quedó ahí: por ridiculizar el acuerdo PSOE-C's, el presidente echó piedras sobre su propio tejado. Cuando resaltó que "no se sabe si ofrecen un gobierno de izquierdas o de derechas", aludió a sus "contradicciones" y falta de coherencia, y comparó el proyecto con "amontonar unas cuantas ideas que suenen bien, como quien adorna un escaparate o un árbol de Navidad", estaba de hecho argumentando contra cualquier posible acuerdo entre partidos de distinta familia ideológica: contra la propia gran coalición que reclama. ¿O no sería ese un gobierno que no se sabrá si es de izquierdas o de derechas y que tendrá contradicciones e incoherencias? ¿O entiende el presidente la gran coalición como una mera herramienta para seguir en el poder y asegurar la continuidad de su política?
La intervención de Rajoy en el debate de investidura ha sido un cierre de filas, quién sabe si definitivo o temporal. Habló para la hinchada. Como también hizo Iglesias, por cierto. Lejos de acercarse al PSOE y a Ciudadanos, ha agrandado la distancia. Yo ignoro si Sánchez diseñó una comedia para ganar tiempo y posicionarse mejor para unas elecciones. No estoy en el secreto de las deliberaciones del PSOE, como parece que lo está Rajoy. Pero es obvio que hay más dirigentes que tienen los ojos puestos en la repetición electoral. A menos que estén, ¡ay!, en la farsa.