No son los parias de la tierra. Son los privilegiados de una región privilegiada, de las más ricas de España, con una autonomía igual o mayor de la que existe en los estados federales de nuestro entorno, los que están dando una vez más un insólito y grotesco espectáculo. Prepararon largamente un golpe de Estado contra el orden constitucional, fracasaron, y son incapaces de afrontar las consecuencias de sus actos con aplomo. Son, por este o cualquier otro orden, choromicas, trileros y destroyers.
Choromicas. Así llamamos en Galicia a los niños que lloran por cualquier insignificancia, ante el menor contratiempo, cuando se les niega algún capricho, en cuanto se contraría su voluntad. Esos dirigentes independentistas y sus huestes, que se deshacen en lagrimitas cuando un juez ordena su prisión provisional, son choromicas profesionales. Hace mucho tiempo que ensayan el victimismo, así que lo tienen bien ensayado. Ay, que España nos maltrata desde la noche de los tiempos. Ay, que no nos quieren. Ay, que no nos dejan votar. Ay, que nos piden años de cárcel si damos un golpe. Saben un rato de quejarse, llorar y autocompadecerse. Igual que saben sacar la palanca del odio de ese sótano anegado de lágrimas.
Trileros. Tenemos que engañar al Estado, decía el ínclito Astut, también conocido como Artur Mas, el Moisés que iba a llevar al pueblo a la tierra prometida y sólo abrió una nueva fase delirante del nacionalismo catalán. El principio moral del "procés" era engañar. Y han disfrutado engañando. Así confirmaban la injustificada creencia en su extraordinaria superioridad. Degustarían cada astucia exitosa que practicaron, cada una de las que los Gobiernos dejaron pasar, como una prueba en dulce de la inferioridad de sus adversarios: España, su Estado, el resto de españoles, un hatajo de idiotas a los que se podía timar una y otra vez. Tanto se partían de risa con España y su Estado que se relamían burlándose del juez Llarena. Lo hicieron mientras Puigdemont anduvo por ahí presumiendo de exilio dorado y haciéndole cortes de manga a la Justicia española. Hasta que se le cortó el rollo en una gasolinera. Entonces, de la burla pasaron al incendio.
Destroyers. Llaman a la movilización para salirse con la suya. Instigan a sus seguidores, ancianos y niños primero, a impedir el cumplimiento de órdenes judiciales. Incitan a salir a la calle a sus fanáticos para provocar enfrentamientos y daños. Daños materiales, daños a la convivencia. ¿Quién dice que aman a Cataluña? Otro engaño. ¿Cómo aún hay quién se lo pueda creer? No les importa nada causar daños. Por supuesto, todos los que puedan causarle a España, a la que atacan miserablemente en los foros donde aún se les escucha, o donde han pagado para que se les dé trato de favor: esas cuentas del Diplocat, ¡que se publiquen! Por supuesto, todos los que puedan causarle a Cataluña. Fuga de empresas, tensión, división, conflicto: su rabia exige más. No es Cataluña lo que les importa -Cataluña no son ellos-, sino su narcisismo herido. Su revuelta es la revuelta de los amos cuando pierden el control absoluto de su dominio. Cuando pierden también la impunidad.
Por su engreída ceguera política, la han perdido y desde que la han perdido, hostigan al poder judicial. Jueces y fiscales de Cataluña ya estaban amenazados y ahora han puesto al juez Pablo Llarena en la diana. Lo han puesto en la diana desde la presidencia del parlamento catalán. Escuche, Roger Torrent: eso de que un juez no tiene legitimidad para procesar a un cargo político será en la república bananera que queríais establecer. No en España, no en la UE. Pero van a dar con hueso esas amenazas. Quizá no sepa esta generación separatista que la Justicia española aguantó a pie firme un terrorismo que amenazó a jueces y fiscales y segó la vida de más de una decena de ellos. Con o sin amenazas, con o sin lágrimas de cocodrilo, con o sin manifestaciones callejeras, los golpistas serán juzgados. Ese juicio se hará y veremos cuál es el veredicto. Los otros juicios -el político, el moral, el juicio a secas-, ya los han perdido los separatistas.