Los socialistas, y la izquierda a su rebufo, han decidido festejar el resultado de las andaluzas tal y como si acabaran de conquistar un feudo histórico del Partido Popular. Oyendo al exultante Rubalcaba se diría que su siempre leal compañero y amigo Pepe Griñán ha logrado desbancar al cuasi vitalicio presidente de la Junta, Javier Arenas, tras un hercúleo esfuerzo contra un poder omnímodo. Lo celebran con tal entusiasmo que parecen los Verdes de Baden Würtemberg cuando finiquitaron sesenta años de gobierno de la CDU en aquella región alemana. Son unos profesionales, especialistas en el arte de colgar, en cada instante, el decorado que les conviene, sabedores de que la realidad política no es sólo lo que es, sino también, y ante todo, lo que parece. La curiosidad de nuestro caso estriba en que suelen contar, para tales maniobras, con la cooperación del perjudicado.
Cristina Losada
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Arenas y la ofensiva del Tet
Hacerse con el último bastión socialista era apetecible, pero también confiaba el PP en resolver, así, el embrollo de las finanzas autonómicas recurriendo a la autoridad del partido y no a la del Estado
La trasformación de las elecciones andaluzas en una derrota monumental de la oposición no hubiera sido posible sin la ayuda, siempre involuntaria, del tándem Arenas-Rajoy y otros ciclistas sagaces. Ahora le echarán la culpa a los sondeos, que son chivo expiatorio del inepto, pero tenían los suyos y, fuera como fuese, generaron la mayor de las expectativas. Arenas le iba a entregar a Rajoy la joya de la corona del PSOE. Ya tenían a punto la banderita azul para completar el mapa. Está ganado, presidente. No hay que exponerse. Y la trayectoria culminaba, en concordancia, con un mutis vergonzante del PP nacional, que selló esa mayoría lograda por primera vez como un sonoro y humillante fracaso. Así, las andaluzas han venido a ser para Génova lo que fue, salvando las distancias, la ofensiva del Tet para Johnson. Un desastre militar para los comunistas vietnamitas pasó por una derrota del ejército americano, y su repercusión conduciría al final que conocemos.
El deseo del partido de gobierno de controlar Andalucía no solo obedecía a los imperativos del poder más vanidosos. Hacerse con el último bastión y granero socialista era apetecible, desde luego, pero es probable que también confiara el PP en resolver así, por la vía fácil, el peliagudo embrollo de las finanzas autonómicas. Con el grueso de las comunidades importantes bajo su control, podría disciplinarlas mediante la autoridad del partido, y ahorrarse el trago de recurrir a la autoridad del Estado. Y es que tal cosa hubiera sentado un precedente devastador para el sistema de componendas que venido rigiendo. El PP esperaba no tener que hacer uso de los instrumentos de control de los que aún dispone el Estado, y que tanto molestan a los “estaditos”. Menudo contratiempo.
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