Los debates electorales son, en España, la antítesis de un debate. Igual que tantas otras cosas en nuestro país, están burocratizados al máximo. El exceso regulatorio produce escenas acartonadas y tediosas en las que los únicos instantes de viveza son aquellos en los que un candidato se muestra más insultante de lo que ya se tiene por norma. Como el hoy presidente Pedro Sánchez con el entonces presidente Rajoy en aquel cara a cara de 2015 en que le llamó "indecente". Las dos variantes de debate electoral más comunes, a tenor de los que hemos visto, son estas: o es una secuencia de monólogos salpicados de ataques a los adversarios o es una secuencia de ataques a los adversarios salpicados de monólogos.
La regulación de los debates obedece al miedo. Miedo a quedar mal, miedo a fastidiarla, miedo a que la arquitectura del debate conceda ventajas a unos y ponga en desventaja a otros. Algunos de estos temores tienen fundamento. El lugar donde colocan a cada candidato, por ejemplo, no es intrascendente. Los partidos con más posibles no querrán nunca los extremos del plató. Un debate en la radio no plantea tantos problemas. Pero en la televisión, en el sanctasanctórum de la imagen, de su poder y su tiranía, los posibles pasos en falso se multiplican. Es archisabido el caso del debate en 1960 entre un Nixon mayor, ojeroso y sudoroso y un Kennedy joven, moreno y tranquilo.
Los debates proporcionan un conocimiento sobre los partidos, en especial, de sus candidatos, que no se deduce, sin más, de los programas electorales, ni de las entrevistas en los medios, ni de las intervenciones parlamentarias ni del resto de escenarios que se brindan a los dirigentes políticos. Que ya son muchos. Demasiados. Sin embargo, frente a esa idea del debate electoral como vía para formarse un mejor criterio a la hora de votar, está la visión que tienen del debate los estrategas de los partidos. Para ellos, para la mayoría, un debate es un elemento más de la estrategia electoral. La decisión de ir o no ir se toma en función de las ganancias o pérdidas que esperan obtener.
El partido que más cree, hoy, que puede salir con pérdidas de un debate es el Partido Socialista. En las anteriores generales lo fue el Partido Popular. El que está en el Gobierno percibe los debates como una oportunidad para sus rivales, no para él. Cultivando ese aura del poder que se funda en la lejanía, en estar por encima de la pugna y la refriega, au dessus de la mêlée, nuestros presidentes del Gobierno dosifican al máximo sus apariciones. En plan prima donna caprichosa, se resisten a mezclarse con los inferiores: a descender a la reyerta con los que quieren descabalgarlos. Así, Sánchez, que cuando estaba en la oposición fue corriendo a todos los debates importantes, ahora sólo va a ir a uno, y como haciendo un favor. De reclamar, como reclamó entonces, un cara a cara con Rajoy, ha pasado a negarse en redondo –¿o es Redondo?– al que ha pedido Casado.
La noticia es que Pedro Sánchez no acudirá más que a un solo debate electoral. Sin embargo, la noticia ha sido que irá a un debate electoral en el que estará Vox. Las componendas de los estrategas de campaña dominan tanto este asunto que se dice que a Sánchez le interesa precisamente porque estará Abascal. Para atizar el miedo. Para darle aire a Vox y alentar la división de la derecha. Para qué sé yo. Demasiados cálculos y suposiciones. Eso sí, como los que hizo el PP en las generales anteriores. El miedo a Podemos fue una de sus armas electorales. Los socialistas están haciendo lo mismo a cuenta de Vox. En estos trucos del almendruco también se parecen los dos grandes o ex grandes partidos. Puede que los debates –¿qué debates?– sean una función, pero siguen sin cumplir su función.