Las elecciones del 20N confirmaron por la parte alta de la tabla lo que todas las encuestas habían pronosticado en las últimas semanas: el PP aplasta al PSOE y eleva a Rajoy al santoral monclovita, o lo que quizás sea un titular más exacto de lo ocurrido, un socavón se traga al PSOE y arrastra a Rubalcaba al averno. Mientras 550.000 personas más que en 2008 decidieron votar al PP encabezado por Rajoy, 4.200.000 electores abandonaron al PSOE a su suerte y dieron la espalda a Rubalcaba. El PSOE ha cosechado el peor resultado desde la reinstauración de la democracia en España y Rodríguez Zapatero deja al partido en la UCI con respiración asistida. No pretendo quitar ningún mérito a Rajoy, pero estoy convencido de que el resultado no habría diferido mucho si Gallardón, Aguirre o hasta García Escudero –por citar a tres líderes que acompañaron a Rajoy en el balcón de Génova– hubieran encabezado el cartel electoral del PP.
Los votantes que han abandonado al partido socialista no han podido olvidar lo ocurrido en los últimos tres años y medio, y aunque Rodríguez Zapatero se apartara al final de la carrera y cediera el testigo al mejor velocista a mano, Rubalcaba, la desventaja de partida era tan grande y las circunstancias exteriores tan adversas que lo más que se podía esperar de él era que frenara la sangría desbocada. No sabemos si Rubalcaba lo ha logrado porque la derrota del PSOE es de tal magnitud que sólo un necio pregonado puede salir el día después de las elecciones para anunciar la convocatoria de un congreso ordinario del partido dentro de tres meses. Cualquier responsable político con un mínimo de sentido de la realidad y responsabilidad habría anunciado hoy mismo su dimisión irrevocable como secretario general y dejado en manos de una gestora la convocatoria inmediata de un congreso extraordinario para intentar recuperar las señas de identidad perdidas en dos legislaturas cuyo balance es sencillamente incoherente y demoledor.
Rajoy va a ocupar el banco del Gobierno y vamos a tener ocasión de verle, por fin, exponer el plan que tan celosamente ha guardado para devolver a la economía española el lustre perdido. Atrás quedó el tiempo de entretenerse en recriminar al Presidente desde el banco de la oposición cada nueva mala noticia económica y ridiculizar las "ocurrencias del Gobierno" para combatir la crisis. Es hora de dar la talla y presentar en el debate de investidura ese plan económico, coherente y previsible, que una y otra vez él exigía a Rodríguez Zapatero. Por eso me sorprendió escucharle afirmar minutos después de ganar las elecciones, que "vamos a gobernar en la más delicada coyuntura en que se haya encontrado España en los últimos treinta años". Desconocía que la situación sea hoy más delicada que, digamos, en el primer semestre de 2009 cuando los mercados financieros estaban completamente cerrados, el PIB retrocedía a tasas nunca vistas, el empleo se desplomaba, la tasa de paro se disparaba, el déficit público alcanzaba cotas históricas y el ajuste en el sector de la construcción apenas había dado sus primeros pasos. Estamos hoy mucho mejor que en 2009 y 2010, y no debería resultar muy difícil a Rajoy, que cuenta con mayoría absoluta, desplegar las velas de su plan maestro para impulsar el crecimiento y el empleo.