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Cayetano González

Los homenajes a etarras

No parece que sea mucho pedir a las instituciones y a las autoridades que pongan todos los medios para evitar este tipo de afrentas a las víctimas.

Mucho se ha escrito y debatido sobre la normalidad que se vive en el País Vasco desde que ETA no mata. Es lógico que, desaparecida la presión que suponía, sobre todo para sus objetivos potenciales, que eran casi todos, la amenaza de recibir un tiro en la nuca o ser víctima de un coche bomba, todo se perciba con alivio.

Pero el daño y la miseria moral que ETA ha sembrado durante tantos años no es algo que vaya a desaparecer de hoy para mañana. Alguien con experiencia sobre el terreno –vivía en el Goyerri profundo– me comentó hace ya bastante que cuando ETA desapareciera –entiéndase, dejara de matar– haría falta que pasara al menos una generación para que la sociedad vasca empezara a salir del pozo. Y en esas estamos.

Una muestra de la anormalidad que preside el devenir de la sociedad vasca son los homenajes, los recibimientos a los miembros de ETA que regresan a sus lugares de origen después de haber estado en la cárcel. Hace unos días fue en Andoáin, pueblo de Guipúzcoa donde la banda terrorista cometió dos asesinatos que tuvieron un gran impacto en la opinión pública: el del periodista José Luis López de Lacalle y el del jefe de la Policía local Joseba Pagazaurtundúa. Los dos miembros del comando de ETA que proporcionó a la dirección de la banda información sobre Joseba fueron recibidos por doscientos vecinos, que les dieron la bienvenida entre vítores, aplausos, aurreskus y demás parafernaria abertzale. Este fin de semana sucedió lo mismo con otro etarra en la localidad vizcaína de Santurce.

Este tipo de hechos suponen una evidente agresión a la memoria y a la dignidad de las víctimas del terrorismo. Y al mismo tiempo ponen de relieve que hace falta tener una grave enfermedad moral para recibir como héroes a quienes han sido simplemente unos colaboradores necesarios –cuando no autores materiales– en unos asesinatos. Pero es que una parte de la sociedad vasca está enferma, muy enferma. Costará mucho, si es que se logra, su curación.

Mientras tanto, no parece que sea mucho pedir a las instituciones y a las autoridades que pongan todos los medios para evitar este tipo de afrentas a las víctimas. Como del Gobierno vasco del PNV no cabe esperar mucha contundencia –ellos son más de la vía del apaciguamiento y la contemporización–, uno se pregunta qué hace el delegado del Gobierno central en el País Vasco, Javier de Andrés. ¿Por qué no actúa? Su antecesor, Carlos Urquijo, destituido de muy malas formas por la vicepresidenta Soraya por alguien más controlable, al menos se batió siempre el cobre para impedir este tipo de actos, instando a la Fiscalía a intervenir, denunciando los hechos ante los tribunales. Por eso el PNV pidió su cabeza y el Gobierno de Rajoy se la entregó.

"Más tensión democrática", señora vicepresidenta del Gobierno, clamaba hace unas semanas en San Sebastián la viuda de Gregorio Ordóñez, Ana Iríbar, delante de Soraya, Cospedal y Zoido. Y añadía: "La tensión nacionalista debe enfrentarse con tensión democrática. No es la hora de los partidos. Es la hora del esfuerzo colectivo con un fin común, el Estado de Derecho". Se puede decir más alto pero no más claro. Otra cosa es que los destinatarios del mensaje lo entiendan o lo quieran poner en práctica.

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