Un presidente de Gobierno, cuando actúa como tal, no tiene agenda privada. Todo lo que hace y dice tiene, al menos teóricamente, interés público, y en una democracia que se precie de tal no es de recibo que el jefe del Ejecutivo reciba en su despacho oficial, a hurtadillas de la opinión pública, al presidente de una comunidad autónoma que quiere separarse de la Nación. Esto es lo que hizo Mariano Rajoy el pasado 29 de agosto cuando se reunió en secreto en La Moncloa con el presidente de la Generalitat de Cataluña, Artur Mas.
No es la primera vez, y me temo que tampoco será la última, que Rajoy actúa de esta manera. A mediados de julio hizo lo mismo con el lehendakari Urkullu, con el que además de tratar, dada la afición del presidente por el ciclismo, del futuro del equipo vasco Euskaltel, seguramente habló de cuestiones que son muy sensibles para muchos españoles, como por ejemplo la situación de los presos de la banda terrorista ETA o el estado de salud del etarra Bolinaga.
Lo peor de todo es que cuando después, por el cauce que sea, se tiene conocimiento de esas reuniones, las explicaciones dadas por sus protagonistas empeoran la situación. Por ejemplo, de su reunión con Mas, Rajoy dijo el pasado viernes en San Petersburgo que se trataron "cosas razonables", lo cual es un topicazo que lo mismo sirve para un roto que para un descosido. También es verdad que, teniendo en cuenta que hace un año el presidente calificó de "dimes y diretes" el ruido de los tambores secesionistas que ya llegaban desde Cataluña, algunos dirán que algo hemos avanzado en el diagnóstico de la cuestión.
Cuando el problema político más importante que tiene España es el desafío secesionista de Cataluña, liderado por Mas y la Esquerra, no es tolerable que el presidente del Gobierno de España se permita este tipo de actuaciones. Pero a Rajoy le gusta ese estilo: el del trapicheo, el de "tender puentes" aunque su interlocutor no haga más que colocar cargas explosivas para dinamitarlos, el de dejar pasar el tiempo pensando que de esa manera se arreglan los problemas porque se pudren o por aburrimiento.
A Rajoy se le nota cada vez más –no disimula nada– que le resultan pesadas las ruedas de prensa, que le molestan las preguntas parlamentarias de ciertos diputados, como es el caso de Rosa Díez, o de periodistas que se atreven a plantear cuestiones incómodas y que se salen del guión de lo políticamente correcto. En esas ocasiones suele contestar con desdén, sin decir nada, o echando mano del tópico. Este desprecio del presidente por la opinión pública –en definitiva, los medios de comunicación no son más que intermediarios entre el gobernante y los ciudadanos– o por el control parlamentario es algo que no solamente no habla bien de quien tiene ese comportamiento, tampoco lo hace de la calidad de nuestra democracia.
Con el caso Bárcenas también hemos visto el estilo Rajoy. ¿Qué hizo el presidente del PP cuando ya se sabía que Bárcenas tenía 40 millones de euros en Suiza y amenazaba con tirar de la manta? Intentar trapichear con el extesorero, para lo cual no solamente le mandó sms de ánimo, sino que se reunió con él en su despacho de la calle Génova para pactar, con la inestimable ayuda de Javier Arenas, sueldo, finiquito, coche, despacho, chófer y secretaria. Y al Congreso sólo fue cuando ya no le quedó otro remedio, porque llegó a la conclusión de que era peor no hacerlo a que el PSOE le presentara una moción de censura.
Cada gobernante es muy libre de colocar el listón de la autoexigencia democrática a la altura que le parezca oportuno. En el caso de Rajoy, y en lo que se refiere tanto a su concepción del papel que desempeñan en una sociedad democrática los medios de comunicación como al control del Gobierno que debe de ejercer la oposición en el Congreso de los Diputados, esa altura no llega al mínimo exigible para una competición olímpica. Y perdón por el ejemplo, con el que no pretendo herir ninguna sensibilidad.