El Partido Nacionalista Vasco salió muy escaldado del pulso independentista que planteó al Estado a mitad de la década pasada con el denominado Plan Ibarretxe. Un plan que fue rechazado en el Congreso de los Diputados –con dos brillantes intervenciones en contra del mismo de los portavoces de PSOE y de PP, Alfredo Pérez Rubalcaba y Mariano Rajoy– y que supuso la muerte política del entonces lehendakari, Juan José Ibarretxe.
Desde entonces, el PNV optó por la vía pragmática de orillar sus anhelos independentistas para centrarse en la gestión de los asuntos públicos tanto desde el Gobierno vasco como desde las otras instituciones bajo su control. La imagen de radicalidad que supuso el Plan Ibarretxe llevó al PNV a la oposición en 2009, cuando el sillón de Ajuria Enea fue ocupado por el socialista Patxi López gracias al apoyo que recibió del PP. Pero en 2012 los nacionalistas recuperaron el poder y en la actualidad controlan no sólo el Ejecutivo vasco, también en las tres Diputaciones forales y los principales ayuntamientos vascos, incluidos los de Bilbao, Vitoria y San Sebastián.
Ante el desafío secesionista, planteado con toda crudeza a partir de la Diada de 2012 por Mas y ERC, el PNV prefirió marcar distancias con los nacionalistas catalanes y subrayar que ellos tenían su propia hoja de ruta. Ésta ha sido explicitada en la ponencia política que el pasado fin de semana aprobó la Asamblea Nacional del partido, celebrada en Pamplona. El PNV apuesta por un nuevo estatuto que reconozca la "nación" vasca, no solamente como un hecho cultural, el "derecho a decidir" y una relación bilateral con el Gobierno de España. Pero todo ello sin prisas, sin el énfasis, la agresividad y el desafío al Estado que ha caracterizado al nacionalismo catalán. Lo cual no quiere decir que el PNV haya dejado o renunciado a ser un partido independentista.
Siempre se ha hablado de las dos almas del PNV: la independentista y la autonomista. Desde la Transición, ha sabido conjugar ambas y hay que reconocer que no le ha ido mal. Al comienzo de la Transición se abstuvo en el referéndum de la Constitución, pero supo negociar con Suárez un estatuto de autonomía, el de Gernika, fruto de la Carta Magna, que otorgó al País Vasco unas cotas de autogobierno como nunca antes había tenido. Después tuvo un buen entendimiento con los Gobiernos de Felipe González. Como consecuencia de la escisión que sufrió en 1986, que dio lugar al nacimiento de Eusko Alkartasuna, se vio en la necesidad de gobernar durante doce años en coalición con el PSE. En 1996 apoyó la investidura de Aznar. En 1998 pactó con ETA en Estella echar a los partidos constitucionalistas, PSE y PP, de las instituciones vascas. Estuvo en las negociaciones de Loyola con la banda terrorista; apoyó el Plan Ibarretxe y hasta hoy… No habrá que negar al PNV una gran capacidad de adaptación al terreno y a las circunstancias políticas de cada momento.
A ocho meses de unas elecciones autonómicas donde su gran rival será el ticket que puedan formar Bildu y Podemos –mucho más si el candidato a lehendakari de la marca de ETA acaba siendo Arnaldo Otegui, a punto de salir de prisión–, el PNV va a mantenerse en la senda del pragmatismo, para poder presentar a la sociedad vasca un buen balance en la gestión de los asuntos públicos.
En cuanto a la formación del Gobierno central, el PNV no tendrá ninguna objeción en apoyar a un Ejecutivo que encabece Pedro Sánchez, por una razón, volvemos a lo mismo, de puro pragmatismo: en octubre, el PNV muy probablemente necesite el apoyo del PSE para mantener a Íñigo Urkullu en Ajuria Enea. Y eso, para los nacionalistas vascos, son palabras mayores, porque con las cosas de comer no se juega.