Ha querido la casualidad, o si quieren la mala suerte, que el último –esperemos– discurso de Pablo Casado como presidente del PP prácticamente coincidiese con la intervención de Volodímir Zelenski ante el Parlamento Europeo. Obviamente, se trata de dos políticos en situaciones muy distintas, pero aun así el contraste ha sido tan grosero que no podía dejar de llamar la atención.
Lo primero ha sido la pertinencia de cada una de las dos intervenciones: pocos discursos tan necesarios en este momento como la emocionante arenga de un Zelenski que hablaba frente un parlamento pero sobre todo para todo un país y, si me apuran, buena parte del mundo. Por el contrario, ¿para quién hablaba Casado? Y, sobre todo, ¿qué necesidad había de esa intervención plúmbea e infantil de un líder que ya no es líder, ante un partido que le ha descabalgado, en un acto en el que no tenía que haber estado?
Aún peor resulta comparar el contenido: Zelenski, que se está jugando la piel en el sentido más literal posible de la expresión, hablaba de libertad y de cómo esa libertad cuesta vidas, de hecho ha costado ya miles y por desgracia costará aún muchas más. De hecho las estaba costando en el mismo instante en el que el presidente de Ucrania se conectaba con Bruselas.
Al otro lado de Europa, en la comodidad de un hotel, Casado lamentaba un presunto trato injusto, se comparaba inmerecidamente con figuras mucho más grandes que él y no reconocía ni sus tremendos errores ni el daño que le ha hecho al que todavía es su partido –esperemos que no por mucho tiempo– y a través de él a toda una España que no puede permitirse tener la oposición que hemos tenido hasta ahora.
A Zelenski le ha aplaudido puesto en pie un Parlamento Europeo que se ha sentido interpelado por sus palabras, pero más allá del recinto le han ovacionado medios de comunicación y personas de todo el mundo. Y sobre todo le está aclamando un país que ha encontrado en él un líder y un ejemplo, una inspiración en los momentos más difíciles.
A Casado, en cambio, le ha aplaudido una asamblea de notables que le habría dedicado el mismo aplauso a un mono borracho que se estuviese despidiendo de la presidencia del PP, que venían de apuñalarlo –con toda la razón, sí, pero no dejan de ser puñaladas– y que están deseando dejar de verle para siempre jamás. Nadie, excepto quizá el bueno de Pablo Montesinos, se ha sentido interpelado por esa intervención, nadie ha visto en ella a un líder porque han sido las palabras de un fracaso, un fracaso estrepitoso en su incapacidad y en su inmoralidad, una vergüenza y una desgracia cuya mejor despedida habría sido el silencio, en suma.
Habría sido imposible, por último, haber replicado a las palabras de Zelenski, no se les podría haber arrebatado ni un gramo de su verdad. A Casado, en cambio, poco después y en su presencia, Díaz Ayuso le ha dado una nueva somanta dialéctica que, esta sí, estaba cargada de verdades y razones y que ha dejado completamente en ridículo la vacuidad autocomplaciente del que todavía es, para nuestra desgracia y la del partido, presidente del PP.